El viento idiota, ¿por qué ese título para sus memorias?
Entonces no había cumplido los 40 años, andaba por los 37 y estaba en el paro y completamente arruinado. Era un indigente que a duras penas trataba de sobrevivir. Tras gozar de una vida acomodada, un buen matrimonio y una carrera profesional satisfactoria, lo había tirado todo por la borda y el único culpable era yo mismo. Yo y mi adicción al alcohol y a la cocaína. A eso habría que añadirle una racha prolongada de lo que mi antiguo profesor de Filosofía Griega llamaba akrasia, que no es otra cosa que una fisura en la fuerza de voluntad que te lleva a actuar en todo momento totalmente en contra de lo que dicta el sentido común. Como suelo recordar, Bob Dylan llamó a esa forma de actuar “el viento idiota”. Ese viento durante una docena de años estuvo soplando en mi vida y se llevó por delante todo lo que me importaba: mi matrimonio, mi carrera, el respeto de familiares y amigos. Todas esas cosas se alejaron de mi vida. Las perdí. Se fueron con el viento idiota. El viento idiota es para mí el momento en el que no tienes la suficiente autodisciplina como para resistirte a las cosas que sabes que son malas para ti. No podía poner otro título a mis memorias.
(Como Kaldheim comenta, El viento idiota es la historia real de un hombre que cometió todos los errores posibles, pero encontró la forma de superar la tragedia para construirse una nueva vida. «Tras cada milla que interponía entre mí y mi antigua vida, la abstinencia se hacía más tolerable».
En 1987, una tormenta de nieve golpea Nueva York el mismo día que Kaldheim trata de huir de la ciudad. Tras un último fin de semana de excesos, ha tocado fondo. Endeudado y perseguido por un narcotraficante, la carretera parece su única opción. Peter gasta los pocos dólares que le quedan en un billete de autobús que lo lleve lo más lejos posible. Pero ese trayecto será sólo el principio de un viaje mucho más largo, de coche en coche y de costa a costa, sin mirar atrás.
En ese camino hacia una nueva vida reflexiona sobre las razones que lo llevaron de una carrera prometedora en el mundo de la edición a la prisión más amarga de la Costa Este de Estados Unidos y describe un país a ras de asfalto, una época y un lugar que pocas veces han sido contados con tanta emotividad. Estas memorias fluctúan entre la empatía para con aquellos que vagan perdidos y una celebración de las segundas oportunidades).
¿Se ha permitido a lo largo del libro licencias de ficción o todo se ajusta a lo sucedido?
Todo es absolutamente tal como sucedió. Lo único que es ficción son algunos nombres de personajes que mi editor me obligó a cambiar por motivos legales. Gente que seguro que no quería tener su nombre asociado a lo que yo contaba sobre ellos. Pero todo lo que el libro relata está sacado de la vida real.
¿Cuál ha sido el objetivo esencial a la hora de escribir sus memorias?
En cierto modo es un acto de contrición, pero es más, porque conocí a tanta gente interesante en la carretera, en las escalas bajas o más bajas de la sociedad, gente sobre la que nadie suele escribir. Sus historias son lo suficientemente importantes como para querer compartirlas. Me gustaría que los lectores supiesen que no todos los indigentes han perdido la esperanza.
Ha constatado usted que muchas personas sin techo tuvieron en su día una vida acomodada…
Así es. Eso es una verdad incuestionable y creo que en la actualidad está pasando más que nunca. En ciudades como Seattle o Portland posiblemente hoy hay tres o cuatro veces más indigentes que cuando yo estaba por allí hace unos años. Eso tiene mucho que ver con la desigualdad de oportunidades. Personas que nacen en las esferas más pobres de la sociedad. Pero también todo esto es un producto social derivado del poco presupuesto que hay destinado a los centros de salud mental. Ha habido muchos recortes en este sentido. Eso provoca que mucha gente se quede sin casa, sin techo y acabe en la calle. Y mucha de esa gente no llega a esa situación porque consuman drogas o beban mucho, sino porque han perdido el contacto con la realidad. Esto es dramáticamente triste. En este momento, mientras estamos aquí hablando, en Seattle están pasando por el peor período de frío de la última década. Con temperaturas que están por debajo de los quince grados bajo cero algo no muy común allí. Eso significa que mucha gente acabará muriendo en la calle.
Cuando se está tan bajo, ¿de dónde surge la motivación para salir adelante?
Nunca me abandonó mi sueño de ser escritor. Ni siquiera en los peores momentos, cuando era un sintecho. Eso me aportó un objetivo que perseguir. A pesar de que estaba atravesando muy malos momentos soy optimista por naturaleza. Tuve entonces la convicción de que si podía recuperar un trabajo normal y abandonar las drogas y el alcohol recuperaría el camino de vuelta a mi sueño de escribir. Lo logré, aunque tardé treinta años en hacerlo. Tampoco perdí nunca la afición por leer y en la lectura encontré algo bueno cada día. En mi caso encontrar una buena lectura me hacía olvidar las punzadas del hambre.
¿Cuándo empezó a escribir El viento idiota?
El origen fue en torno a 1987. Yo vivía en Portland, en una residencia para vagabundos, y escribí una carta muy larga, más de veinte folios, a un amigo que tenía en Nueva York y que tenía un trabajo estable. Mi amigo me contestó enseguida para decirme que era una de las cartas más conmovedoras que había leído jamás y me aconsejaba que escribiese unas memorias para contar todo aquello. Eso, como digo, fue en 1987 y no empecé a escribir el libro hasta 2002 por varios motivos: por una parte, estaba comenzando una nueva carrera como cocinero y trabajando muchas horas en restaurantes para aprender mi nueva profesión. Por otra, yo quería ser un novelista y quería que mi primer libro fuera una novela. Entre 1987 y 2002 empecé y nunca terminé tres novelas diferentes. Escribía cien o ciento veinte páginas y las guardaba en un cajón. En 2002, mi mujer de entonces pidió el divorcio. Vivíamos en una caravana en Montana. Cuando se fue tenía todo el espacio para mí y dispuse de más tiempo libre, con lo que comencé a generar un manuscrito. Pero no lograba el tono que buscaba pues estaba intentando unas memorias tradicionales. No fue hasta que dejé de trabajar en Montana y volví a Nueva York. Allí, mi amigo Gerald Howard, que era editor jefe en una editorial, me aconsejó que utilizase mi viaje en autostop a través del país como esqueleto de la historia principal. Gracias a ese consejo escribí en 10 meses El viento idiota.
Repite usted que es un libro sobre la fe en uno mismo. ¿Ha pensado cómo hacer llegar su mensaje a esas personas que, generalmente, no tienen acceso a la lectura?
Eso es algo sobre lo que he pensado. El libro no es tanto sobre segundas oportunidades, sino sobre la fe en las propias capacidades. Sobre poder encontrar tu camino de vuelta a tu verdadero ser. Insisto en que no hace falta ser indigente para estar perdido de mil maneras. Siempre hay algo valioso dentro de uno mismo que merece la pena perseguir. Puedes atravesar las dificultades más extremas y aun así no perder la valentía. Hay gente que está en proceso de recuperación y han hablado muy bien del libro porque les ha servido como una especie de mapa, de guía para salir de su situación. La voluntad de mejorar es clave y creer, convencerte a ti mismo que eres alguien que merece ser salvado. La verdad es que no sé cómo hacer para llegar a quien pudiera servirle pero sé que cuando tengo eco en la prensa acaso los indigentes no, pero la gente que trabaja con ellos en centros de acogida si pueden acceder a esa información y transmitirla. Es muy grato para mí expresar la enorme gratitud que siento por esas personas que trabajan con los más castigados. Son seres ejemplares.
Si tuviera que señalar uno de los errores sobre el resto y, en consecuencia, aquel en el que no hay que caer ¿a qué aludiría?
Lo tengo claro. El más grande fue que varios años después de haber finalizado la universidad esperaba tener una novela terminada a los 25 años. Cuando vi que había fracasado pues no había conseguido escribir medio manuscrito en tres años perdí la fe en mí mismo. En lugar de esforzarme, simplemente dejé de trabajar y, para empeorar las cosas, empecé a pasar la mayor parte del tiempo en bares bebiendo cada vez más. Después descubrí la cocaína y todo fue a peor. Me enganchó pues si tienes una autoestima baja, la cocaína te engaña y te hace olvidar que estás perdiendo. Me fui envolviendo en una depresión al ver que mis sueños se esfumaban. No supe parar. Fue un desastre. Pero, como hemos hablado y El viento idiota relata, encontré el camino de vuelta. Hoy me siento salvado. Felizmente salvado.