[El 26 de enero de 1936, en el Teatro Bolshói de Moscú, se representaba la ópera de Dmitri Shostakóvich Lady Macbeth de Mtsensk. No era una función cualquiera. Esa noche, oculto tras las cortinas de uno de los palcos, Iosif Stalin vigilaba].

Al día siguiente, todo el mundo en Moscú sabía que al dictador no le había gustado la ópera y había abandonado el teatro antes de que acabara. El diario Pravda –órgano oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética– del 28 de enero publicaba un editorial en la tercera página cuyo titular era: Caos en vez de música, redactado, según se decía, por el propio Stalin. Podía ser la sentencia de muerte para el compositor.

Comienza así un tiempo de profunda angustia para Shostakóvich. Una lucha titánica entre él y Stalin, entre la libertad creativa y el poder totalitario. Mientras uno intenta desesperadamente desarrollar su música hasta convertirla en una de las más destacadas del siglo XX, el otro busca doblegarlo para que dedicase sus obras a ensalzar su figura y legitimar la cultura soviética. Quería convertirlo en el «Beethoven rojo».

Shostakóvich contra Stalin. Ambos fueron protagonistas de una tensísima relación que en Occidente no pocos consideraron las dos caras de una misma moneda. Dos personalidades enfrentadas en un combate desigual en el que, para bien de la humanidad, la música acabó imponiéndose.

– ¿Cómo definiría este libro, el tercer volumen de su Cuarteto de la guerra?

He intentado hacer un libro con realismo e intensidad poética que refleje cómo Shostakóvich fue capaz, y considero que esto es lo sustancial, de enfrentarse a un sistema terrible a pesar de tenerle un miedo cerval. Fue capaz de sacar de ese miedo energía creativa. Su música es imposible entenderla sin comprender lo que para él significaba el temor a aquella horrible situación. Un miedo que no era exclusivo, todos lo sentían porque nadie estaba seguro en la Unión Soviética. Incluso los que parecían amparados por la fortuna, al día siguiente lo podían perder todo. Eso era aplicable también para los que estaban en el entorno del dictador. Militares, artistas, músicos, escritores, poetas, todos eran víctimas del capricho, muchas veces incomprensible, del que denominaban «el gran jardinero».

– ¿Cuánto de realidad documentada y cuántas licencias creativas hay en su obra?

Hay que tener en cuenta que estamos ante una novela, no es un ensayo ni una biografía. Por otra parte, yo, como director de orquesta, aprendí con mi maestro Leonard Berstein, con quien estudié en Boston, que lo importante para un intérprete es apropiarse de la piel y del alma del compositor que interpreta y hacerlo suyo. Eso lo he aplicado a mi literatura, por eso no me ha costado el viaje de la música a la literatura, porque empleo parámetros similares a los que tenía cuando dirigía orquestas. Intento transformarme en el compositor o el personaje sobre el que escribo y sentir que él eres tú, soñar con él, tener sus impulsos… es un largo proceso que sólo se consigue después de años de conocer su vida, su bibliografía, sus cartas y documentos e ir asimilándolos. A mi entender, la música de Shostakóvich es difícil, por lo que apropiarse de su alma, robársela y escribir más de cuatrocientas páginas en primera persona es casi una temeridad. Empecé a dirigir su música a los 23 años y conozco, creo que en profundidad, la mayoría de sus obras y sinfonías. Llegó un momento en el que mi afinidad con el personaje era tan grande que me atreví a dar el paso como si fuera él. En todo caso, es mi verdad, mi interpretación de su vida y obra. No he inventado nada sobre su existencia y, como intento en todos mis libros, he buscado que la palabra se acerque a la música.

– ¿Cómo era en realidad Shostakóvich?

Era una persona tímida y retraída pero mostraba una gran simpatía con las personas que le rodeaban. Era extraordinariamente familiar, adoraba a sus dos hijos. Tenía pocos amigos. Asumió pronto que el objeto fundamental de su vida era hacer música. Su mundo estaba dirigido a componer y hacer música incluso en las situaciones más difíciles y dramáticas. También era muy aficionado al mundo femenino, realmente un individuo promiscuo que tenía mucho éxito entre las mujeres. La inicial vinculación que tuvo con su madre se trasladó después al mundo femenino con una enorme intensidad. Siempre estaba con alguna mujer que le inspiraba.

– ¿Y Stalin?

Era metódico como lo son los criminales que lo subordinan todo al poder absoluto. Alguien que defendía que la violencia es el único medio de lucha y la sangre el carburante de la historia. Fue un hombre implacable, solitario, extraño y terrible, pero también carismático, intrépido, capaz de destruir al noventa y nueve por ciento de los seres humanos, para atender sólo al uno por ciento restante. Sin embargo, a mi juicio, hay que añadir un hecho incontestable y es que fue el verdadero vencedor de la Segunda Guerra Mundial. Tuvo el privilegio de que su Ejército Rojo liberara Berlín y en Yalta los aliados le permitieron que se quedara con una buena parte de Europa y, por mucho que nos cueste reconocerlo, su sombra continúa planeando en los cimientos del Estado ruso. Sólo así se puede entender la actual Rusia de Vladímir Putin, heredero y defensor acérrimo de un sistema expansionista basado en el despotismo. Hay que entender también que los rusos a lo largo de su historia no han conocido la libertad. No saben lo que es. Pasaron de los zares a los dirigentes soviéticos, sometidos siempre a un régimen opresor que impidió y de alguna forma sigue impidiendo el desarrollo de la democracia. El gran sueño que muchos tenemos es el de una Europa unida que integre a Rusia. Un sueño que tuvo Gorbachov, el último y clarividente secretario general del Partido Comunista, cuya gestión fue abortada por un golpe militar.

– Su libro nos recuerda cómo Shostakóvich había manifestado (a través de la Tercera sinfonía o el ballet La edad de oro) su admiración por los valores del socialismo, ¿por qué entonces ese encono de Stalin hacia el músico?

Dmitri Shostakóvich.

Más que eso, ambos son para una parte de occidente las dos caras de una misma moneda. Incluso hoy, Shostakóvich sigue considerándose un compositor soviético que forma parte del régimen y de lo que significaron esos años. Lo sorprendente es que después de 1953, después de la muerte de Stalin, Shostakóvich se fue incorporando cada vez más dentro del sistema comunista. No sólo ya porque se hizo del Partido, sino que aceptó cada vez cargos más importantes dentro del sistema. Era el presidente de la Asociación de Compositores Rusos, formaba parte de comités importantísimos dentro del Partido, tenía una labor burocrática que le quitaba mucho tiempo, y siempre estuvo en el límite, en el filo de la navaja contradictora de, por ejemplo, defender a todos los judíos e importantes artistas a los que por sus influencias les salvó la vida y, al tiempo, en los últimos años de su vida nunca se adhirió a las múltiples manifestaciones públicas contra el régimen o las que apoyaban a Solzhenitsyn o a Sajarov. Sus amigos le reprochaban esa actitud.

En Shostakóvich conviven elementos muy contradictorios y enfrentados: el valor y la cobardía, el ardor y la timidez. Sabía que tenía que dar prioridad a su música por encima de todo, mandara quien mandara en su país. Esa necesidad de seguir perteneciendo a la sociedad soviética de quien tuvo todas las oportunidades para exiliarse a Estados Unidos o a Inglaterra, donde hubiera sido recibido con los brazos abiertos, quien, gracias, entre otras, a su séptima sinfonía, Leningrado, es un valor universal. Durante la guerra la interpretación de esa Sinfonía nº7 era la bandera de los aliados. La prueba más evidente de la lucha heroica del pueblo ruso contra el fascismo es esa música que convierte a su autor en una figura casi tan importante como Stalin. El dictador y el músico eran los dos soviéticos más conocidos en todo el mundo.

Creo importante subrayar que en los años previos a la llegada al poder de Stalin en Rusia hubo una importante corriente que favoreció el desarrollo de las vanguardias. Fueron años en los que se experimentó en múltiples ámbitos artísticos, cinematográficos y literarios con un extraordinario éxito. Eran bolcheviques defensores de la idea de que sólo a través del arte y la cultura podría alcanzarse una verdadera revolución. Un sueño que no se hizo jamás realidad desde el momento en que Stalin consolida su poder. Escritores, compositores, poetas, dramaturgos, artistas de todo tipo se vieron obligados a seguir dos principios básicos: satisfacer el gusto popular con obras que pudieran entenderse sin dificultad y que, al tiempo, sirvieran para enaltecer los logros del sistema comunista. Todos ellos se vieron obligados a renunciar a sus convicciones estéticas. El único que se salvó de esta quema fue Shostakóvich, quien, a pesar de alterar de forma sustancial la música oficial, continuó sin perder su propia identidad.

Pero la pregunta que debemos plantearnos es si la enorme popularidad que tuvo el músico durante toda su vida y que llega hasta hoy, pues sigue siendo uno de los compositores más interpretados en todo el mundo, hubiera sido posible sin la brutal presión que ejercieron sobre él tanto el Partido como el propio Stalin? En mi opinión, la respuesta es rotundamente no.

– ¿Cuál fue el papel real de Shostakóvich en el asedio de Leningrado?

En los primeros meses del asedio compone los tres primeros movimientos de su Séptima sinfonía. En esas circunstancias el Partido le obliga a abandonar a su madre para trasladarlo a Kubichech, a mil kilómetros de la ciudad, donde compone el cuarto movimiento. El Partido intuía que esa sinfonía dedicada a Leningrado iba a ser muy importante y aunque él no quería abandonar la ciudad le obligan para llevarle a un lugar en el que estuviera más seguro. Insisto en las enormes consecuencias que tiene la interpretación en todo el mundo de esta sinfonía, que se convierte en la bandera de la libertad en el mundo aliado.  

– Es inevitable trasladarse al presente, ¿qué situación cree que vive la Rusia actual en relación con la música, el arte y la cultura en general?

Como he señalado, la Rusia actual de Putin es consecuencia directa del Estado soviético. Y es por eso que no se puede pedir a un pueblo que se levante en contra de sus dirigentes políticos porque en sus genes llevan de alguna manera un respeto por lo que es el poder absoluto. Las artes en general y la música en concreto siguen palpitando con fuerza en el alma rusa. Rusia es un pueblo muy próximo al nuestro a pesar de la lejanía geográfica. Su pálpito en el arte es parecido al nuestro y estoy convencido de que ese pálpito sigue manteniéndose dentro de la represión y de la falta de libertad que vive la actual Rusia. El pueblo ruso es maravilloso y los artistas rusos lo son. Para no extenderme, no voy a dar nombres de los magníficos compositores sojuzgados por una falta de libertad, como lo fueron otros artistas, pero ellos siguen escribiendo y haciendo música, literatura, poesía, pintura, escultura… con esa característica que tienen desde mucho tiempo, como es la expresividad, el gusto por el tormento y una enorme tristeza por no poder alcanzar el ámbito del ser humano para llegar a ser libre. Esas dificultades han hecho que el arte ruso haya sido siempre y siga siendo enormemente intenso y con un pulso admirable.  

– ¿Con qué mensaje le gustaría que se quedase el lector de Shostakóvich contra Stalin?

Insistiría en que la música de Shostakóvich es su respuesta al miedo al régimen comunista, pero también es su forma de identificarse con el sufrimiento ajeno. No creía que la música pudiera combatir el mal, pensaba que la tristeza es el único sentimiento verdadero, que lo demás son fugas que alivian el instante, que los seres humanos son un misterio y no aprenden de sus errores, que se destruyen con crueldad, que pasiones enfrentadas los atormentan… El instinto de matar, el miedo a la muerte, la mezquindad, el odio, la bondad y el deseo están el alma de los hombres. Yo recomendaría a los lectores que escucharan las últimas obras de Shostakóvich, la Decimocuarta sinfonía o el último Cuarteto para cuerda o la Sonata para viola, que fue su última obra, o esa forma magistral de poner música a los sonetos de Miguel Ángel. Entonces comprobarán cómo los rusos, ese pueblo de alma enorme que en el fondo es parecido al nuestro, llevan en la sangre el culto del martirio. Van por la vida con las venas abiertas.

– Ha declarado usted estar obsesionado con transformar la palabra en música, ¿de qué forma esos dos lenguajes pueden confluir en uno?

Efectivamente, esa es mi obsesión. Es lo que he intentado y lo que sigo intentando y creo que en esta última obra lo consigo en mayor medida que en otras anteriores. Aplico en mi literatura parámetros absolutamente musicales, de ritmo, de intensidad, de dinámica y silencios. Leo en alto los textos muchas veces antes de darlos por buenos para intentar conseguir esa similitud entre sonido y palabra. Los diálogos me ayudan porque dan un ritmo a la narración y, sobre todo, a emplear los que he mencionado como valores esenciales de la música y la composición. Es difícil, pero ese es el ámbito en el que me muevo. Por eso creo que lo poético está muy presente en lo que escribo, porque la poesía está más próxima a la música que la prosa. De hecho, los escritores que cultivan la prosa poética, como Proust, Joyce o Beckett son muy musicales.

– Finalmente, ¿qué se trae entre manos la creatividad de Xavier Güell?

Bueno, tras publicar la tercera de las partes del Cuarteto de Guerra, ésta de Shostakóvich, después de las dedicadas a Bartok y Strauss, verá la luz la cuarta, centrada en Shoenberg, un músico que me fascina y al que considero el mayor compositor universal del siglo XX.