Cuatro amigas dentro de la pantalla y cuatro amigas fuera de ella. Alabart, Cros, Rius y Verheyen responden sin el artificio esperable en quienes llevan días respondiendo las mismas preguntas, debaten y se pasan la palabra con la complicidad que da haber trabajado codo con codo durante tanto tiempo.
Se conocieron en la Universitat Pompeu Fabra, en el itinerario de dirección de cine, donde decidieron realizar conjuntamente su proyecto fin de carrera, un trabajo para el que contaron con la tutorización de Elías León Siminiani en el guion, Isaki Lacuesta en la puesta en escena y Gonzalo de Lucas en el montaje.
«Las cuatro acordamos contar una historia cercana, próxima, que fuera nuestra verdad», comenta Marta Verheyen. «Enseguida estuvimos de acuerdo en que no nos apetecía inventarnos algo». Lanzando ideas, descubrieron que el dolor y la confusión por la desligadura de las antiguas amistades en una nueva etapa era algo que habían sufrido las cuatro. Ya tenían punto de partida.
«Partiendo de que el tema era común, lo queríamos hacer común todo porque todas queríamos estar igual de motivadas», continúa Laura Rius, que recuerda que las cuatro participaron en cada una de las etapas creativas, desde el guion y la dirección hasta la fotografía, el montaje y la dirección de actrices.
La naturalidad que destila la película no es casual. Su guion estaba abierto a que las actrices utilizaran sus propias palabras, lo que convirtió el rodaje en una especie de «improvisación guionizada», según Alba Cros. Esto llevó a un ritmo pausado de tomas largas (20 minutos) para que las actrices se tomaran su tiempo y se sintieran relajadas.
Con un reto interpretativo considerable por delante, las actrices eran fundamentales. «Partimos de que nuestra historia se iba a contar a través de unos rostros, de unos personajes, de unas chicas muy concretas», dice Verheyen. «Por eso hicimos el casting muy pronto, paralelamente a la escritura del guion y las entregas que íbamos presentando en la universidad». Una vez elegidas las cuatro actrices protagonistas, unas enormes Elena Martín, Marta Cañas, Carla Linares y Victòria Serra, las directoras comenzaron a definir sus personajes construyendo una compleja biblia psicológica que trabajaron mucho con el elenco. Tras ello, dos meses de ensayo en los que comenzaron a introducir cámaras para que las actrices se sintieran cómodas y las realizadoras decidieran cómo iban a enfocar visualmente las secuencias.
«No queremos ser portavoces»
Cuando uno termina de ver Las amigas de Àgata descubre que ha presenciado uno de esos retratos generacionales que capturan con honestidad, quizá por la similitud de edad que guardan directoras y personajes, el sentir de unas jóvenes. Sin un atisbo de pretenciosidad, no estaba entre los planes de sus creadoras crear una obra que se alzara como documento histórico de un momento y un lugar. «No lo pensamos como tal cuando acabamos la película, no era algo que nosotras quisiéramos hacer, pero fue algo natural porque habíamos hecho un retrato de algo que hemos vivido y que está en nuestro entorno», comenta Laia Alabart. «Puede ser un retrato generacional porque se ve los sitios donde vamos, situaciones que vivimos, cómo vestimos, pero no era nuestra intención». Entonces, Alabart sonríe. «Pero bueno, también está bien».
«La sensación que queríamos retratar es más universal», continúa Rius. «Obviamente hay un contexto, pero esperamos que no sea solamente un retrato generacional, sino que esa sensación llegue y otra gente que no es de nuestra generación la pueda entender y sentirse identificada igual aunque no comparta los mismos hábitos, espacios o modas».
Cros sigue en la misma línea. «La intención no estaba ahí, pero si en la película sale que miran pelis en un portátil o que están hablando por WhatsApp y están ausentes o que van de Eramus es porque nosotras nos hemos basado en nuestras realidades, pero eso no quiere decir que sea en ese sentido un retrato universal a nivel de generación, porque dentro de nuestra edad hay mil retratos sociales, mil realidades, y no nos sentimos…”. Duda un instante de la palabra adecuada, y Rius parece completar su pensamiento. «No queremos ser portavoces». «Claro», apostillan sus compañeras. «No tenemos el derecho tampoco», añade Rius. Cros retoma el hilo entonces para acabar su discurso. «No queremos esa responsabilidad de decir «nuestra generación es así»».
«Es una realidad y un documento que va a quedar», concluye Rius antes de soltar un «Historiadora» que arranca las risas de sus compañeras. Se preguntan entonces cómo envejecerá la película, cuánto tiempo pasará antes de que puedan bromear sobre las pintas que llevan sus personajes, cómo hablan. «Quizá si la hiciéramos ahora, en vez de WhatsApp usarían Snapchat».
«Ahora enseguida accedes a esa etapa más adulta, pero la madurez interior no evoluciona del mismo modo»
Precisamente ese último comentario hace que uno reflexione sobre la breve caducidad de los referentes actuales, la rapidez con la que se devoran y desechan. «Todo va muy rápido, pero yo creo que los valores, sensaciones y cambios de etapa siguen estando ahí», dice Rius, en contraposición a Verheyen. «Yo soy un poco más catastrofista y sí creo que nos estamos yendo todos a pique. Estamos perdiendo valores».
La estética y los referentes de Las amigas de Àgata la enmarcan en el presente más inmediato, pero la universalidad de sus conflictos le da el estatus de atemporal. «Quizá si hubiéramos hecho la peli hace 20 años el cambio sería que una tiene un hijo y la otra no», dice Rius. «Quizá ahora los motivos son mucho más superficiales. Cambia el modo, pero la base del conflicto de Àgata está ahí».
El conflicto de Àgata, la ensimismada protagonista, viene de ese choque entre la alegre despreocupación de la adolescencia y el redescubrimiento de una misma en el proceso de madurez, que más de una vez quita la venda con dolor. Eso que decía Marge Simpson de que crecer significa renunciar a lo que te gusta. Y todo ello en ese difícil punto en que ya no se es un niño pero no se termina de ser adulto. Un estadio inmediatamente superior a la adolescencia, una nueva adolescencia que en nuestros días se extiende cada vez más.
«Los niños crecen muy rápido. Ahora todos van directos a esa adolescencia», dice Alabart, que reflexiona sobre esta especie de amodorramiento colectivo. «Y alárgalo lo que puedas, casi», ironiza. «Estamos un poco atontados en la sociedad del bienestar», dice Rius, y al momento Cros habla de cómo hoy en día se accede más rápido a esa supuesta madurez, a diferencia de antes, cuando las etapas estaban más marcadas. «Ahora enseguida accedes a esa etapa más adulta de alguna manera, pero la madurez interior no evoluciona del mismo modo».
El debate está abierto y las voces de las directoras se cruzan unas con otras en un intercambio veloz de opiniones. «Estamos un poco perdidos». «Es que como va todo tan rápido…». «Tampoco la sociedad te ayuda».
Rius alza la voz. «No te puedes parar y pensar. El hecho de hacer la peli durante un año solo haciendo esto, calmada, es como que respiras tiempo». La velocidad a la que vamos, dice, hace que reflexionar sobre lo que vamos viviendo sea, si no imposible, muy complicado. «Retratar este momento tan pequeño nos apetecía porque lo habíamos vivido, pero no lo habíamos analizado bien».
«Querer comerse el mundo es bueno; otra cosa es creerse preparado para cualquier cosa con 20 años»
«Hoy en día los ratos muertos no están valorados, se esconden», dice Alabart. «Nos interesaba sacar eso. Si estás aburrida, no tienes que hablar. Y hoy en día es al contrario: di, comunícate, suéltate». Ahí está una de las razones de que Las amigas de Àgata sea tan fresca, tan natural, que nos muestra esos momentos tan importantes que otras películas nos niegan, esos en los que no hay por qué hacer necesariamente algo. «Es más real esto que la foto que te harás tomando un brunch«, añade Verheyen.
«Queríamos contar cómo está Àgata en ese momento, y Àgata tiene momentos en que está mirando y pensando, porque hay ratos de introspección y de no hacer nada», continúa Alabart. «Y de pensar, de pararte a pensar un poco en qué te está pasando, porque a veces todo va tan acelerado que queríamos frenar un poco», apunta Cros.
Hace ahora dos años del rodaje de Las amigas de Àgata. En aquel momento, sus directoras tenían 23. Pese a estar muy cerca del tiempo en el que comenzaron la universidad, hicieron un ejercicio de distancia para contar aquello con perspectiva, sin el conflicto palpitante. Notan, eso sí, una cierta brecha con las generaciones siguientes, quizá porque ellas se han encontrado en esa transición entre el papel y lo digital. Tuvieron walkman y ahora tienen smartphone.
«Lo que me flipa mucho es que la gente más pequeña hace muchísimas cosas, están muy seguros de sí mismos, se saben vender en las redes sociales», dice Rius. «Se quieren comer el mundo con 19 años», añade Cros, a lo que Alabart replica que «querer comerse el mundo es bueno; otra cosa es creerse preparado para cualquier cosa con 20 años. Las ganas son buenas, y estar motivado, pero dentro de saber en qué punto estás, qué conoces, ser humilde».
«Todo está más abierto, pero hay roles que se perpetúan»
Cuatro mujeres fuertes dentro de la pantalla y cuatro mujeres fuertes fuera de ella. Y de fondo, nuevas generaciones que apuntan peligrosamente en dirección opuesta al progresismo. «Hay un cambio en la sexualidad. Todo está más abierto y fluido y la gente no tiene tantos prejuicios ni problemas, pero hay roles que se perpetúan», señala Cros.
«Hay como una moda de feminismo también, creo. Hay que luchar para que no haya diferencias, pero también hay que ver cómo está la sociedad, y hay un punto de retroceso», dice Alabart, a quien enseguida contesta Rius. «Poner la palabra «feminista» es muy bonito, pero…». «¿Pero qué revista de moda lo pone?», completa Cros. «Parece que todo va bien, pero existe un nuevo machismo en parejas más progresistas en las que el chico dice que entiende y respeta a la chica, pero al final las dinámicas acaban siendo más machistas porque se esconden detrás de ese escudo».
Las cuatro directoras coinciden en que, aunque Las amigas de Àgata no es una obra reivindicativa, si el haberla realizado ayuda a que aumente el cupo de directoras, si esto ayuda sencillamente a la normalización sin fijarse en el género, lo que han hecho es positivo.
Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen. Escucharlas hablar, debatir, cruzar opiniones en una charla que rompe las estrecheces de las entrevistas de pregunta y respuesta es tan interesante como ver a Àgata, Ari, Mar y Carla darse la réplica mientras el conflicto va creciendo discretamente hasta estallar con violencia. Pero por muy autobiográfico que sea el punto de partida, ellas no son sus personajes. Ocho personas (directoras y actrices) han creado cuatro personajes que, al final, nos están representando a todos. De ahí que nos riamos más. De ahí que nos duela más.
Además de revelarnos a sus implicadas como un feliz descubrimiento, Las amigas de Àgata es una muy buena película. No para ser la primera. No para ser tan jóvenes. Sencillamente una muy buena película.