Esta obra, escrita en 1605, pertenece a un abundante grupo de piezas de Lope denominadas comedias del amor, por ser precisamente él, en todas ellas, el verdadero protagonista. Amor que no conoce obstáculos, que rompe todas las reglas, que libera todas las potencias del individuo y que, a pesar de los padecimientos que provoca, coloca a los personajes, de la mano del autor, y a nosotros, espectadores, dentro de “la más prodigiosa recreación del mito del paraíso perdido, que no está más acá ni más allá del hombre, sino justo donde el amor lo inventa: en el reino de la poesía”, en palabras de Ruiz Ramón.
Nadie escapa a su influencia en ese espacio mágico que es el mesón en el que transcurre la acción y en el que se dan cita personas de diferente edad, condición y estado. Todos viven una suerte de ilusión que transforma sus nombres, sus ropajes, incluso sus identidades. Eran auténticos en sus sueños, libres de la mentira y de la sujeción.
Según Carlos Marchena, director del montaje, la obra es una “hermosa comedia de enredo en la que el juego y la carpintería teatral lopesca están todo el tiempo presentes”. Y añade: “La gran maestría de Lope hace que la obra sea un juego permanente a través del artificio y del ritmo frenético de los acontecimientos vividos por los personajes”. Precisamente ese ritmo acelerado y lúdico hará recordar a los espectadores un montaje anterior de la Joven Compañía de Teatro Clásico, el de La noche de San Juan.
La obra es fiel al texto original, con una salvedad que explica Daniel Pérez, autor de la versión: “Este montaje tiene la particularidad de que se hace como encargo para la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, compañía que se formó después de una audición entre jóvenes actores y actrices. Al objeto de intentar que hubiese un equilibrio entre hombres y mujeres se optó por cambiar personajes masculinos a femeninos. Así, además de Toribio que pasa a ser Belarda, también el Huésped (Posadero), pasó a llamarse Posadera y Celio, criado de Lucrecia, Celia”.