El veneno del teatro es un thriller en formato teatral que reúne a Mario Gas en la dirección, Rodolf Sirera como autor (Premio Nacional de Teatro, 1997) y Miguel Ángel Solá y Daniel Freire como pareja protagonista. Esta obra es una coproducción de los Teatros del Canal, Clece, Concha Busto Producción y Distribución, y Maji.
Escrita originariamente como un “diálogo ilustrado”, la obra abandona en manos de los personajes el plano de la especulación teórica para comenzar un juego dramático entre ellos. En esta partida, cada envite aumenta la tensión que traspasa los límites del escenario.
Entre la realidad y la ficción
El comediante Gabriel de Beaumont (Daniel Freire) recibe una invitación de un misterioso marqués (Miguel Ángel Solá) que le encomienda representar una obra escrita por él mismo con la finalidad de observar los límites de la interpretación. Con este punto de partida, tanto el público como los mismos personajes tendrán que saber discernir entre la realidad y la ficción, lo plausible y lo increíble ente la jugada limpia y el farol.
Desde su primera representación en 1978, El veneno del teatro ha sido traducida y estrenada en ocho países. En esta ocasión, la jugada se completa con la versión de José María Rodríguez Méndez, que busca profundizar en las preguntas más básicas del teatro puro: ¿Se puede interpretar lo que nunca se ha vivido? ¿Es el teatro arte y técnica o realidad trascendente? La obra presenta así un espectáculo de teatro en su esencia más limpia donde los personajes compiten sin saber quién tiene la carta más alta.
Debate sobre el escenario
El texto de Rodolf Sirera demuestra su actualidad al recuperar un debate que sigue vivo entre teóricos de la interpretación. La pieza se hace eco de las dos corrientes contrarias que en los siglos XVIII y XIX dividieron a los teóricos del teatro. Por una parte había quien defendía la importancia de que el actor se identificara con el personaje, hasta el punto de que mezclara sus sentimientos personales con los de aquél al que interpretaba. Términos como la declamación o la técnica implicaban la falsedad en la actuación, y por tanto, hacían imposible conectar con el espectador. Por otro lado, Diderot y sus seguidores hablaban de la necesidad de separar el estado emocional del artista, de los personajes. Según explica el ilustrado en La paradoja del comediante, de no ser así, la obra variaría dependiendo del estado anímico del actor. Éste debería ser siempre consciente de que “él no es el personaje, y el personaje no es él”.