La exposición incluye una serie de obras que se caracterizan por la simplicidad formal y los compartimentos de colores (azules, añiles, almagres, grises, verdes) que se ven en las paredes.
El zócalo en un edificio se sitúa en la parte inferior de la pared, pero para Gilabert se encuentra a la altura visual, perdiendo parte de su sentido original, alcanzando una jerarquía antes robada. El artista observa los diferentes límites de los zócalos y las posibilidades de asociación a través de la fragmentación de estos, buscando por medio de formas geométricas primarias una totalidad en permanente revisión. Rellena los planos con colores, estos se expanden, creando cuadros dentro del cuadro, planos que dinamizan el estatismo monocromo.
Estos espacios reales, llenos de luz y color sirven como excusa para tratar de elevar por medio de la meditación y el proceso artesanal el placer de contemplar algo tan simple como la unión de diferentes planos de color en los zócalos. El color crea un espacio que pudiera ser habitable, aunque en realidad solo puede ser penetrado con la mirada e iniciar un sueño.