Puche presenta inquietantes imágenes pop que llegan como fotogramas de algo ya vivido o soñado, que como si fueran un déjà vu se filtran en la mente del espectador con una extraña familiaridad de resonancia surrealista.
Sus personajes fluyen entre un querer fundirse con el latido de montañas, mares y desiertos y un estar atravesados por el ruido blanco del double digital. En su caso, el pulso tecnológico se filtra al concitar imágenes del film noir, que aparecen como reliquias de un mundo perdido.
El pulso silencioso
El cine y el pulso silencioso de los parajes naturales se funden en su obra sin solución de conciliación, o quizás sonoramente reconciliados. Componen una arqueología de ruinas visuales, donde el hiperrealismo, productivamente irreal, evoca la inmaterialidad del habitat contemporáneo.
A modo de muñecas rusas, distintos momentos históricos dialogan entre sí, hacia el pasado y hacia el futuro. El cine convertido en memoria colectiva, extrañamente naturalizado, teje ovillos de neón como promesa de futuro desvaída, al tiempo que como interrogante de un destino que en su obra parece que ya nos ha alcanzado.