Las dos funciones de la obra de Britten están integradas en la programación en torno a su ópera Muerte en Venecia, que traerá también al Teatro Real, este mes, el Ballet de Hamburgo, con una coreografía inspirada en la novela homónima de Thomas Mann.
Tres guerras en una
Luis Gago
Benjamin Britten fue un gran amante de las formas clásicas pero, tras pasar por sus manos, raramente dejaba de introducir en ellas elementos novedosos que las hacían aparecer ante ojos y oídos sutil o radicalmente remozadas. Pocos géneros han gozado de más raigambre en la música occidental que el de la misa de difuntos, pero el War Requiem, que bebe innegablemente de esa tradición secular, la transporta a una nueva dimensión, instilando en la obra un importante elemento espaciotemporal que resulta difícil, cuando no imposible, encontrar en otras misas de réquiem.
Britten fue un pertinaz lector de poesía, que impregna gran parte de su catálogo, y tuvimos una buena muestra de ello en esta misma sala el pasado 18 de diciembre, cuando Ian Bostridge interpretó sus cinco Canticles –que recorren la totalidad de su trayectoria creativa– y su Nocturne.
Uno de los poetas que inspiraron a Britten en esta última obra, su compatriota Wilfred Owen, fue el elegido tres años después para proporcionar el contrapunto profano, actual e intimista del texto latino ancestral de la misa de difuntos. Owen había muerto pocos días antes del final de la Primera Guerra Mundial y la obra se estrenó en la solemne consagración de la catedral de Coventry, destruida por los bombardeos alemanes en la Segunda.
El War Requiem vio la luz muy pocos meses antes de la crisis de los misiles en Cuba, en plena Guerra Fría, por tanto, una tercera contienda ligada a la obra: menos sangrienta, pero igualmente absurda. Britten quería contar en el estreno en Coventry con cantantes que representaran simbólicamente a los tres países que más habían padecido la barbarie bélica que había puesto fin al horror nazi, pero las autoridades soviéticas no permitieron que Galina Vishnévskaia viajara a Inglaterra para cantar al lado de un alemán, Dietrich Fischer-Dieskau, por lo que hubo de ser sustituida in extremis por la británica Heather Harper. La terna solista la completaba, por supuesto, el tenor Peter Pears, la fiel pareja del compositor.
Pacifista convencido, Britten concibió el War Requiem no sólo como un hondo alegato antibélico, sino como una profunda reflexión sobre los horrores que acompañan a cualquier guerra: una misa para que descansen los muertos y mediten los vivos. La cima emocional de la obra se reserva para el Libera me final, en cuyo centro Britten sitúa uno de los poemas más estremecedores de Owen, Strange Meeting, el extraño encuentro que se produce bajo tierra, en «un túnel hondo y gris», entre un soldado inglés y un combatiente alemán al que él mismo ha matado el día anterior. Ambos encuentran la liberación y reconciliación final cuando se disponen a dormir, juntos y en paz, el largo sueño de la muerte mientras el coro de niños entona un etéreo y consolador In Paradisum.
Las guerras continúan, implacables, a nuestro alrededor, pero el War Requiem –una obra no sólo para escuchar, sino también para ver– sigue proclamando, claro y fuerte, su mensaje.