Los cuadros de Laguillo hablan de tradición, de conocimiento, del rastro que han dejado obras imprescindibles como Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, de Seurat. Afincado en Berlín, fue allí donde comenzó este trabajo con el que transporta al visitante al interior del detalle.
En Tránsito, José Laguillo se convierte en un guía por esos paisajes tan suyos, caracterizados por unos árboles sin ramajes, por una atmósfera que se eleva sobre un collage diminuto, que sorprende al espectador por su precisión y tenacidad. Es la suya una mirada serena que de pronto cambia de posición, se tumba para mirar al cielo desde el suelo.
Universos visuales
Sus cuadros Bóveda blanca y Bóveda rosa recuerdan al último plano de Dublineses, la película de Houston, en el que la nieve cae para ser observada desde una tumba. Y con ellos aparece el dramatismo en su obra. Pero no adopta esa posición de manera constante, sino que más bien mira desde abajo y también desde arriba con una vista cenital. Laguillo posee esa extraña virtud de ofrecer dos elementos dispares a la vez. Por lo que muestra perlas que son planetas o espacios interiores que resultan universos visuales.
Trabaja el arco románico que une un cuadrado terrenal con un círculo celestial, tal y como hizo El Greco en su Entierro del Señor de Orgaz, pero el artista madrileño sustituye los personajes por una lluvia fina, muy fina, construida con insistencia, con tenacidad. Es una lluvia de letras o de hilos tramados con constancia, que limpia pasados al caer y descubre un nuevo camino en la carrera de Laguillo: el cosmopolitismo. Es un camino metafísico que le ha llevado a otro territorio del alma en un tránsito que entronca la tradición con la más novedosa propuesta de arte contemporáneo.