Su trabajo se enmarca en los límites de la representabilidad de lo imposible, de la emergencia, ya no sólo de mostrar aquello que de algún modo parece oculto, sino de tratar de dar una versión íntima y personal del mundo, generando otro al mismo tiempo donde experimentar múltiples formas. Su pintura no es sólo un testimonio que registra las huellas, como parte material de los indicios, sino una expresión simbólica donde revelar lo que, en principio, no puede ser revelado.
Como explica Isabel Durante, «para ello se sirve de unos elementos que se repiten de forma obsesiva (escaleras, ventanas, cuerdas, madera, vasijas, muros de ladrillos o universos), símbolos que ocultan algo misterioso, casi mágico, interpretables desde infinidad de ángulos. Concibe insólitos y enigmáticos espacios con un lenguaje propio, a los que dota una extraña familiaridad al reiterar esos sencillos principios. Estos objetos, lejos de ser azarosos u ornamentales, encierran un simbolismo abierto».
El título de la muestra surge del verbo ‘rumiar’, como sinónimo de meditar, reflexionar o tramar. El trabajo de Lajarín tiene la virtud de atrapar al espectador. Son escenas extremadamente estáticas que, sin embargo, se sabe que son el resultado de un impulso reiterativo, de una acción sosegada pero continua. El artista es el propio rumiante, y sus pinturas son los infructuosos intentos de digerir la realidad, de asimilar la existencia, en clave de humor pero con una seriedad irrefutable.