El protagonista, un hombre de cincuenta años, comparece en escena y sin más preámbulos inicia una exposición íntima, lúcida y conmovedora. Explica que la muerte de su padre, todavía reciente, ha atravesado su vida. Asombrado ante la magnitud del suceso, que él no había podido ni imaginar, desea compartir públicamente el itinerario de sus primeros cuarenta días de duelo.
El espectador se encuentra con escogidas anécdotas de su vida familiar amenas y con humor. Pero cuando todo parece bajo su control, de pronto, sin apenas advertirlo, el monólogo se desliza hacia un terreno distinto, porque, a consecuencia de determinadas revelaciones, la situación obliga al protagonista a experimentar en toda su desnudez y crudeza el sentimiento de lo absolutamente inconsolable por la pérdida, aquello que no tiene ni quiere tener consuelo.
En palabras del autor, «la negrura, la tragedia se apoderan de la escena en un movimiento de creciente desesperación y vértigo hasta que, súbitamente, tiene lugar una aparición misteriosa, difícil de definir, que precipita el desenlace». El protagonista, al final de un rodeo existencial, una aventura del pensamiento y las emociones, consigue reconciliarse consigo mismo y con la vida.
«Aunque titulado Inconsolable, el monólogo acaba infundiendo consuelo al espectador porque, en una operación de alquimia dramática, convierte la aflicción del duelo en una invitación a una vida digna y bella», explica Gomá. Escrita con mundanidad y gravedad a partes iguales, la obra verbaliza con precisión filosófica las profundidades insondables de una experiencia tan personalísima como universal.
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