Personaje del que se ha dicho mucho, pero se sabe tan poco como escasa es su obra. Su silencio y sus mentiras fabuladas nos han legado un personaje propio de esos llanos donde transcurren sus historias, inescrutable y sincrético. Fue el fundador de un nuevo estilo en la narrativa mexicana que ha traspasado fronteras y su obra sigue siendo profusamente estudiada en todo el mundo.
Aunque con una vida íntima hermética, se sabe que nació en Jalisco y tuvo una infancia convulsa marcada por la violencia de la Revolución Cristera. Su padre tuvo una muerte violenta cuando él tenía seis años, cuatro años antes del fallecimiento de su madre. Creció en un orfanato y trató de seguir estudiando, primero en un seminario y luego en la universidad, aunque nunca llegó a ser admitido. Clara Aparicio, con quien se casó en 1948 y tuvo cuatro hijos, fue su amiga y compañera.
A pesar de la fama, no dejó de trabajar para mantener a su familia hasta el diagnóstico de su enfermedad terminal. Fue agente del gobierno para la inmigración ilegal, colaborador en el departamento de ventas y publicidad de la compañía de llantas Goodrich-Euzkadi, promotor de la Comisión del Papaloapan, programador de Televicentro y, finalmente, responsable del departamento editorial del Instituto Nacional Indigenista. A pesar de la diversidad, cada una de estas actividades lo llevaron a viajar a los lugares más recónditos de un país en plena metamorfosis. Tan solo la obtención de la beca para el Centro Mexicano de Escritores le permitió dedicarse exclusivamente a la escritura (1952-1954).
Contó con buenas críticas desde la publicación, en forma de libro, de su primera obra, El llano en llamas (1953), reforzadas con la aparición de Pedro Páramo (1955), pero su carácter perfeccionista le hará ser su propio censor. Quizá por ello, El gallo de oro, aunque escrita a finales de los cincuenta, no se publicará hasta 1980, y otras obras como El hijo del desaliento, Un pedazo de noche o La soledad del padre casado, La cordillera y Días sin floresta quedarán para siempre en ese mundo rulfiano del indeterminismo del ser y no estar.
El mito
Fotógrafo del México desolado y abandonado, comenzó a tomar fotos desde la adolescencia y empezó a publicarlas en 1949. Su cámara retrató a su familia, amigos y los paisajes que encontraba a su paso. Además ilustró las primeras guías de viajes del país y los textos antropológicos del México indígena. Congeló la rutina cotidiana en momentos únicos y paralizó la realidad que se vería arrasada por el devenir de la modernidad. Con una producción fructífera y hoy tan admirada como su escritura, tardó en ser reconocida.
Este ámbito de creación lo llevará también a explorar el cine como el espectador crítico de una nación revolucionada con labores de guionista, fotógrafo, actor o codirector. Fue un empedernido lector, desde que el cura de su pueblo trasladara su biblioteca a la casa de su abuela. Reflejará esa pasión en algunos estudios sobre el estado de la literatura contemporánea y en sus conferencias.
Invitado internacional y premiado en diferentes certámenes, su figura pública fue uno de sus personajes mejor logrados y en continua elaboración desde su hipotética agrafía, intencionada o no y en constante debate. El Rulfo taciturno, escueto y mentiroso confundió a todos y contribuyó al engrandecimiento del mito.