Es decir, busca el origen del arte moderno también en la infancia de sus creadores, en la forma en la que fueron educados, mostrando la relación de las teorías y las prácticas pedagógicas y sus juegos y juguetes con el arte moderno. Para ello explora una serie de relaciones e influencias mutuas que complementan la historia del arte, la arquitectura y el diseño modernos más allá del habitual orden formalista de los acontecimientos con el que se suelen narrar ambas historias en manuales y exposiciones.
Esta aproximación genealógica al arte moderno se muestra a través de una selección de más de 300 manuales de dibujo y materiales, recursos y juegos educativos procedentes de la colección del profesor Juan Bordes, comisario invitado, con obras y documentos de las vanguardias y el arte, el diseño y la arquitectura del siglo XX.
Obras del cubismo (Gris, Braque, Picasso, el segundo cubismo), el neoplasticismo (Mondrian, Van der Leck, Van Doesburg, Rietveld y Van’t Hoff), la Bauhaus (Gropius, Itten, Klee, Kandinsky, Gunta Stölzl, Feininger, Josef y Anni Albers), la obra de arquitectos y diseñadores como Ray y Charles Eames, Bruno Munari, Hermann Finsterlin, Bruno Taut, Le Corbusier, Frank Lloyd Wright, Enzo Mari o Marcel Breuer, además de obras suprematistas, constructivistas, futuristas, dadaístas o surrealistas y una amplia selección de artistas, diseñadores y arquitectos de la segunda mitad del siglo XX.
En El juego del arte, los juegos educativos se alinean con las obras de arte, la arquitectura y el diseño del siglo XX atendiendo no solo a sus similitudes formales –a menudo evidentes–, sino también a los casos históricamente documentados de tantos artistas efectivamente educados en las nuevas pedagogías. Presenta, pues, las raíces de un arte, el del siglo XX, que puede y debe entenderse como el juego elemental y profundo de artistas que se entienden a sí mismos como niños profesionalizados.
“Eso lo hace mi hijo de cuatro años”
Esta es una de esas frases que se oyen allí donde la conversación sobre el arte moderno y contemporáneo alcanza algún grado de polémica. Pero, ¿y si, efectivamente, ocurriera no solo que “eso” –el arte moderno y contemporáneo– lo pueden hacer niños de cuatro años, sino que, precisamente, solo pueden hacerlo ellos? ¿Y si lo que hubiera sucedido a los artistas del siglo XX, lo que explicaría el carácter común a muchas de sus prácticas, es que la mayoría hubiera decidido –con mayor o menor grado de conciencia– “hacerse como niños”? Y, sobre todo, ¿y si esa especie de vuelta a la infancia fuera algo más que una pose infantilizada y, en realidad, escondiera una seria sugerencia sobre el modo en el que quizá deberían repensarse determinados principios, que regulan no solo las artes de nuestro tiempo, sino los modos en los que educamos y somos educados, y en los que organizamos la relación específica entre medios y fines que determinan nuestra cultura? ¿Y si lo que pasa es que, si nos figuramos la historia del arte como una casa construida a lo largo de los siglos, deberíamos pensar que lo que ha ocurrido en ella durante el siglo XX es, sencillamente, que el arte se ha trasladado de las estancias principales y nobles al cuarto de juegos?