Para cubrir una necesidad tan natural, el joven invierte sus recursos para que le creen un hogar y no tener que hacer ningún esfuerzo, para lo que acaba contratando a Barret –espléndido Eusebio Poncela–, un criado refinado que comienza a mostrar en muy poco tiempo sus dotes como cocinero, mayordono o amo de llaves. Todo al mismo tiempo. A pesar de mostrarse como un hombre más bien oscuro, aunque con grandes dotes para las tareas domésticas, Barret impresiona y conquista a Tony, que se muestra ensimismado y complacido con la transformación de ese caserón en un lugar acogedor con algo más de color.
Y es ahí cuando empiezan a construir ambos protagonistas una relación parasitaria hecha a base de necesidad, por un lado, y de un alarde de psicología y manipulación, por otro, en la que se va transformando esa concepción antigua del servicio doméstico en un conjunto de situaciones pervertidas, teñidas con un toque de humor muy bien llevado por Poncela, que descubren cómo la falta de contacto con el mundo exterior convierte en vulnerable al ser humano, que acaba guareciéndose bajo las alas de seres equivocados, unicelulares, que sólo buscan aprovecharse de las buenas intenciones mezcladas con una visión del mundo algo naif y despreocupada.
En esas tablas del Español, tan bien pisadas por grandes obras, esta adaptación del trabajo de Robin Maugham (1948) revela como en esa lucha de poder, posesión o servilismo que se juega entre los seres humanos no siempre está claro el papel de cada bando. El poder es algo que se encuentra continuamente en tensión, movimiento, y se va ganando a base de inteligencia y un alarde, a veces extenuante, de psicología e inteligencia.
El sirviente. Una muestra clara de cómo las relaciones parasitarias pueden acabar gobernando nuestras vidas.
El sirviente
Dirección: Mireia Gabilondo
Reparto: Eusebio Poncela, Pablo Rivero, Sandra Escacena, Lisi Linder y Carles Francino.