Através de más de 200 piezas, la muestra establece un diálogo entre estos dos genios de la escultura. Como señalan sus comisarias, la directora del Musée Rodin, Catherine Chevillot, y de la Fondation Giacometti, Catherine Grenier, además de que sus obras comparten aspectos puramente formales –como el interés por el trabajo de la materia y la acentuación del modelado, la preocupación por el pedestal y el gusto por el fragmento o la deformación–, el diálogo que se establece entre ellos va mucho más allá, algo que esta exposición pone de manifiesto.
Para la historia del arte, Rodin es considerado uno de los primeros escultores esencialmente modernos por su capacidad para reflejar conceptos universales como la angustia, el dolor, el miedo o la ira. Esa visión rompedora es también rasgo fundamental en la creación de Giacometti: “Sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esas figuras alargadas y frágiles, inmóviles, a las que Jean Genet denominaba ‘los guardianes de los muertos’, expresan, despojándose de lo accesorio, toda la complejidad de la existencia humana”, puntualiza Catherine Grenier.
Rodin fue el maestro indiscutible del XIX; prácticamente ningún escultor moderno había podido medirse con él. Sin embargo, durante la época de las vanguardias, muchos fueron los artistas que se alejaron de su senda para inventar un lenguaje más moderno y libre, alejado del suyo, que consideraban en muchos aspectos tradicional. El propio Giacometti, a pesar de admirar a Rodin desde temprana edad —tal y como demuestran los numerosos dibujos en los que copia sus obras y que plasmó en los libros sobre Rodin que conservó toda su vida—, renegó durante un tiempo del maestro francés y dirigió su mirada a estos nuevos escultores, entre los que se encontraban Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz o Henri Laurens.
Figura humana
Sin embargo, a partir de 1935, la figura humana volvió a ocupar el centro de su trabajo para ir definiendo la estética por la que se le identifica esencialmente, aquella que iría perfilando en los años posteriores a la guerra. Al buscar un arte que remitiese a lo real sin renunciar a la afirmación personal de un artista moderno, Giacometti rápidamente encontró a Rodin en su camino. Ante todo, por la cuestión de la tactilidad, que había sido fundamental para el artista francés, pues, a través de ella y de la expresividad que conlleva, es capaz de representar los sentimientos y las pasiones humanas. En Giacometti, este aspecto genera una experimentación sin precedentes que mantendrá hasta el final de su carrera.
Pasos en ese propósito son gestos como el de mostrar las huellas de sus dedos en la materia, que se presenta como si esta estuviera viva, frente al tipo de escultura que había realizado junto con los escultores cubistas y surrealistas, de superficies extremadamente lisas. Junto a ello está la concesión de importancia al pedestal, convertido por Giacometti en parte esencial de la composición, lo que le acercó al arte del ensamblaje que practicaba Rodin.
Ambos artistas comparten una mirada a la Antigüedad clásica que desemboca en sus respectivas obras en la interpretación libre de los modelos del pasado, ya fueran completos o fragmentarios. En 1922, cuando Giacometti llega a París por expreso deseo de su padre para estudiar en la Académie de la Grande Chaumière, donde enseña Antoine Bourdelle, quien fuera alumno y ayudante de Rodin, ya han pasado cinco años de la muerte del este último.
Museo magnífico
Desde 1890 y, sobre todo, tras su exposición en 1900 en el Pavillon de l’Alma, Rodin fue considerado uno de los más importantes artistas del momento. En julio de 1939 se inauguraba, cuarenta años después de haber sido esculpido, el Monumento a Balzac. Giacometti asistió a este acontecimiento no solo para poder ver un trabajo que ya debía conocer bien, sino también para apoyar el reconocimiento de un artista que se erigía como ‘genio de la escultura moderna’. Años después, en el paso de la década de 1940 a la de 1950, el interés de Giacometti por Rodin se reavivó, tal y como testimonian las fotografías tomadas en Le Vésinet, el parque de Rudier, que fue fundidor de ambos. El suizo posó junto a obras de Rodin como La Edad de Bronce y se mezcló entre los personajes del Monumento a los Burgueses de Calais, pues como dejó escrito: “Entre ellas me siento parte de un museo magnífico de la escultura contemporánea”.
La selección de las más de 200 obras que integran la exposición se plantea como una constante conversación a través de nueve secciones ordenadas por conjuntos temáticos: Grupos; Accidente; Modelado y materia; Deformación; Conexiones con el pasado; Series; Pedestal; En el estudio y el Hombre que camina. Todas ellas ponen en evidencia cómo ambos creadores hallaron, en sus respectivas épocas, modos de aproximarse a la figura que reflejaban una visión nueva, personal pero engarzada en su tiempo: en Rodin, el del mundo anterior a la Gran Guerra; en Giacometti, el de entreguerras y el inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, marcado por el desencanto y el existencialismo.
El hombre que camina de Rodin y el Hombre que camina de Giacometti, dos obras clave, pasean ahora en la Sala Recoletos como lo hacen, excepcionalmente juntos en Madrid, los dos genios que las moldearon.
Esta gran exposición ha sido organizada por la Fundación MAPFRE con la colaboración del Musée Rodin y de la Fondation Giacometti.