Allá por los años 80 mi vida eran los cómics. Daba igual que fueran tebeos de Mortadelo, álbumes de Ásterix o, preferiblemente, historietas de superhéroes de Marvel o DC, editadas entonces en España por Forum y Zinco, respectivamente. Los sábados, mi padre y yo compartíamos un ritual: acudíamos a una tienda de cómics, él se compraba La espada salvaje de Conan, un magacín en blanco y negro que incluía historias con un grado de violencia y sexo superior a la media, y yo algún tebeo de Spiderman o Los Vengadores. Después leíamos juntos, compartiendo un aperitivo. Aquello, y descubrir sus antiguas revistas de Dossier Negro, Vampus y 1984, fue mi bautismo de fuego. Aunque ya empezaban a existir las tiendas especializadas, los tebeos no eran todavía objetos de coleccionista. Lo más común era comprarlos en un kiosco, muchas veces doblados por el hierro del expositor. En nuestra visita anual a la Feria del Libro sudaba tinta para encontrar una caseta en la que vendieran tebeos.
Con el tiempo dejé de leer cómics. Me consideraba demasiado «mayor» para seguir coleccionando tebeos. Uno de los grandes errores de mi vida fue vender mis tesoros de papel a un señor con una perilla puntiaguda que tenía una tienda de libros de segunda mano en el Rastro. Mi amigo Iván, que me ayudó a cargar con las mochilas a rebosar de tebeos, dijo, con razón, que estaba vendiendo mi alma al diablo. Lo que hice con el poco dinero que me dieron fue comprar discos. En realidad sustituía una droga por otra… Con el tiempo (y gracias al mercado de la nostalgia) pude recuperar muchos de aquellos cómics, reeditados para tantos como yo que un día habían decidido dejar atrás su infancia para echarla de menos poco después.
Me pregunto qué pensaría aquel niño que devoraba tebeos al encontrar cómics en los museos. En octubre de 2017, el Reina Sofía nos sorprendió con una exposición dedicada a George Herriman, el padre de Krazy Kat. Cinco años después, CaixaForum inaugura una exposición con centenares de maravillosos originales, que se abre precisamente con la obra de Herriman. Recientemente han pasado por el centro cultural sendas muestras sobre videojuegos y tatuajes. Esta política, aparentemente enfocada al acercamiento de un público más joven a sus salas, y el bonito cartel de Ana Galvañ, pueden dar la impresión de que la exposición está enfocada a estos espectadores. Pero no es así. La mayor parte de la muestra son originales anteriores a los años 80, de modo que podemos enmarcarla en el boom de la nostalgia, que tan bien está funcionando en el campo editorial, donde nos estamos malacostumbrando a que se reediten auténticas joyas, desde tiras de prensa de comienzos de siglo hasta tebeos de terror de los años cincuenta.
Esto no quiere decir que alguien joven no pueda disfrutar de la exposición. Hablamos de autores de la talla de Kirby, Moebius o Breccia. Cualquiera con un mínimo de sensibilidad, de cualquier edad, puede sentir cómo estas piezas únicas le elevan y le llevan a la estratosfera. Del mismo modo que a Nemo le elevaba su cama, transportándole a los mundos de fantasía de los sueños, en Little Nemo in Slumberland, la obra maestra de Winsor McCay. Contemplar las páginas dominicales de McCay, de principios de siglo, es maravillarse por lo adelantado y revolucionario que podía resultar el noveno arte cuando aún estaba en pañales. McCay abre la exposición con Herriman, acompañando al mítico Yellow Kid, primera serie en utilizar globos o bocadillos, en una sala donde una gran figura reproduce la inquieta cama de Nemo.
A continuación, la muestra nos adentra en su sala más espectacular, tanto por su contenido como por su escenografía. El espacio está dedicado a la edad de oro del cómic estadounidense, aquella época, desde el crack de 1929 hasta la Segunda Guerra Mundial, en que los dibujantes de prensa eran la auténtica aristocracia del cómic, publicando en varias cabeceras y contando, así, con millones de lectores a diario. Aquí encontraremos originales capaces de desencajar nuestras mandíbulas y dejar el suelo empapado por un reguero de babas. La lista es impresionante: El Príncipe Valiente y Tarzán, de Harold Foster; Rip Kirby y Flash Gordon, de Alex Raymond; Popeye, de Segar; Mandrake, de Lee Falk; Mickey Mouse, de Floyd Gottfredson; El tío Gilito por Carl Banks, páginas raras de Betty Boop y El gato Félix… Y unos cuantos originales Terry y los piratas, de Milton Caniff, cuyo avión planea sobre la sala que más orgasmos puede provocar a los amantes del cómic clásico.
La gran mayoría de las páginas expuestas son gloriosos originales, donde se puede disfrutar del trazo de los artistas: los lápices que se esconden, las tintas que empapan la página e incluso el típex que disimula los errores. Será un consuelo para los dibujantes que asistan a la exposición ver viñetas del Teniente Blueberry, de Jean Giraud, donde el dibujante tuvo que sustituir la cabeza de un personaje o los ojos del protagonista, o una página de Spirit, del gran Will Eisner, con típex corrigiendo un fondo. Resulta sanador comprobar que estos genios eran humanos.
La única pega que se le puede poner a la exposición es la ausencia de originales de las revistas de terror y ciencia ficción de la mítica EC Comics, un capítulo de la historia del medio imprescindible para entender la persecución que sufrieron los autores y editores a raíz de la publicación del ensayo Seduction of the innocent, del psiquiatra Fredric Wertham, y el nacimiento del Comics Code. De EC solo nos encontraremos con una portada de Harvey Kurtzman para un cómic bélico, y un par de ilustraciones de Wally Wood fuera de la editorial: un original de The Spirit y una página de Daredevil que forma parte de la sala más custodiada de la muestra, la que salvaguarda los originales de los cómics de superhéroes.
En este espacio semicircular encontraremos algunas obras de DC, como un original de Curt Swan para Superman, una tira de prensa de Batman por Bob Kane y dos portadas del recientemente fallecido Neal Adams, aunque la mayor parte de los tesoros de esta sala pertenecen a la edad dorada de Marvel. Además de originales de John Romita y Steve Ditko podemos maravillarnos con el arte de Jack Kirby para Los 4 Fantásticos o el de John Buscema para Estela Plateada, y con algunos de los cómics más revolucionarios de los años 80: Daredevil, de Frank Miller y Klaus Janson, Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons o Elektra Assasin, de Miller y Bill Sienkiewicz. El omnipresente Miller también aparece en la última sala con sus obras independientes más célebres: 300 y Sin City. La sala de superhéroes está velada continuamente por un vigilante que se asegura de que no hagamos ninguna foto. En caso de que algún infeliz saque el móvil en el habitáculo se arriesga a ser aplastado por el dedo de Galactus.
El siguiente espacio está dedicado al tebeo español. Yo tuve la suerte de acudir a la exposición con el mejor guía posible, mi padre, que me contaba cómo en la posguerra había kioscos con un banco, donde la chavalería pasaba la tarde leyendo tebeos, que se alquilaban al precio de diez céntimos por ejemplar. Las piezas más antiguas de este espacio son de principio de siglo, incluyendo un TBO de 1919. Otros ejemplos tempranos del cómic patrio son la portada del tebeo carlista Pelayos, y un original de 1940 de C. Arnal, un artista de filiación republicana que, al verse obligado al exilio se convertiría en el primero de los muchos dibujantes de cómic españoles que triunfaron en el extranjero. Un año después, en 1941, Arnal sería enviado por los nazis al campo de concentración de Mauthausen, un infierno al que, por suerte, sobrevivió.
Los héroes de los niños de la España franquista también están presentes: Roberto Alcázar y Pedrín, El Jabato, El Capitán Trueno, incluso hay una página censurada del Guerrero del Antifaz. También los dibujos de Coll para TBO y una historieta de la Familia Ulises, aunque lo que más llamará la atención a los visitantes será una gigantesca reconstrucción del edificio de 13 Rue del Percebe que esconde tras su fachada algunos tesoros de la popular editorial Bruguera: portadas de DDT y de Tío Vivo, de Escobar y Cifré, y originales de Ibáñez y de Vázquez, que conviven con las pioneras del medio en España: Purita Campos, Carme Barbarà y Marika Vila. También están presentes los autores que lograron traspasar fronteras en los años setenta, como Esteban Maroto, Jesús Blasco, Josep Maria Beà o el gran Jordi Bernet, con su inmortal Torpedo. El cómic underground está representado por obras de Nazario, el añorado Gallardo o el siempre comprometido Carlos Giménez.
Como es lógico al tratarse de una exposición que se nutre principalmente de los originales de un coleccionista francés, la Bande dessinée o historieta franco-belga está bien representada. Hay una salita dedicada al adorado Tintín, de Hergé, y otra con originales de Astérix, de Goscinny y Uderzo, de Los Pitufos, de Peyo, o de Spirou y Gastón el gafe, de Franquin, donde uno se puede hacer un selfi con unas figuras a tamaño real de Obélix y Astérix. También están presentes Tardí, Fred y Jean Giraud, aunque la obra de su alter ego Moebius es presentada en otra sala dedicada al cómic de ciencia ficción, incluyendo páginas de Arzack y El Incal, junto a la de otro de los maestros galos del género, Druillet.
Otra de las salas está dedicada a la conexión entre los artistas italianos y latinoamericanos. Hablamos de maestros del cómic como Horacio Altuna, Juan Giménez, Hugo Pratt, Milo Manara o Alberto Breccia. También hay tiras originales de Mafalda, del gran Quino, que hasta ahora no se habían podido ver en nuestro país. A estas alturas los aficionados al cómic estarán embriagados por el síndrome de Stendhal, y es traspasar un umbral y… ¡el más difícil todavía! Originales del mítico Richard Corben de su etapa en Warren, una ilustración del tío Creepy por Bernie Wrightson, una deliciosa página de Jeff Jones, ilustraciones del Dios Frank Frazetta. Ya no sabemos en qué sala nos querríamos quedar a vivir…
El final de la exposición resulta algo más atropellado, comparado con la coherencia del resto. Parece que en algún momento alguien hubiera dicho: «nos hemos quedado sin sitio, mete todas las referencias que puedas hasta llegar al siglo XXI». Aquí, en unos horribles hierros amarillos, conviven obras de Frank Miller con Peanuts, de Schulz, Calvin y Hobbes, de Bill Watterson, lumbreras del underground, como Charles Burns, Daniel Clowes o el genial Robert Crumb, y maestros patrios contemporáneos, como Paco Roca o Luis Durán. Un pequeño «pero» a una exposición por otro lado excepcional, un Valhalla del noveno arte al que los visitantes podrán acceder dejándose llevar por los originales expuestos que, cual Valkirias, nos transportan a un mundo irreal y luminoso. El mundo de la imaginación.