Ya lo sabes: si quieres enfrentarte a alguna de tus contradicciones, fortalecer el músculo de la empatía, verte con rubor en el espejo de la corrección política, replantear las nomenclaturas de tu activismo y, sobre todo, deshuesarte de la risa, ve a ver Supernormales. Corre, deja lo que estés haciendo y ve a ver Supernormales. No hace falta que termines este artículo, cuyo objetivo principal es que vayas a ver Supernormales. Ve, invita a una amiga, compra entradas de último minuto, convence a alguien más, tomad unos vinos por la calle Argumosa y entrad a ver Supernormales. Y después, cuando salgáis con ganas de seguir dándole vueltas a todo, podéis volver aquí si queréis repensarla con nosotras.
Queremos follar, por delante y por detrás
Comienza la obra: en escena, la inmensa escultura de una mujer de piedra con un solo brazo y rodeada de setos perfectamente recortados nos mira, mientras a su alrededor un equipo de jardineros termina su jornada de trabajo, arrancando con las tijeras las últimas irregularidades. De pronto, rodean la estructura y tiran de una cuerda que hace que ésta se eleve, rompiendo el suelo, que cuelga con las raíces arrancadas y hace aparecer bajo él una cama blanca –la Cama donde todo sucede– y en ella, un chico joven con una erección.
La fuerza de esta primera imagen es ya una declaración de intenciones: la obra empieza rompiendo la firmeza del suelo que se pisa, haciendo tambalear estructuras, descubriendo dentro de ellas el gran secreto, el secreto oculto en una cama doble, el secreto que irá encarnándose allí mismo por personajes e historias diversas: el secreto llamado deseo sexual.
En la presentación del documental Yes, we fuck!, que aborda igualmente las sexualidades en personas con diversidad funcional, la activista feminista Soledad Arnau Ripollés afirmaba: “¡No hay nada más íntimo, personal y privado, al mismo tiempo que público y político, que el sexo!”. En su discurso, como en el de otras activistas y colectivos (FRYDAS o Vida Independiente, entre otros), ha venido denunciando realidades como la opresión del modelo patriarcal, biomédico y capacitista en torno a la sexualidad, el control de la reproducción mediante esterilizaciones forzadas, o el binomio dependencia-infantilización de la vida sexual de las personas con diversidad funcional, del cual se desprende la incapacidad de mirarlas completamente, de mirarlas de verdad: como seres sexuales y sexuados, como cuerpos deseantes y deseables. Y es que es absolutamente necesario un cambio de mirada, comentan los creadores de Yes, we fuck!, para mostrar no solo qué puede hacer la sexualidad por las personas con discapacidad, sino también qué puede aportar la realidad de la diversidad funcional a la sexualidad humana.
Esto exactamente es lo que hace Esther F. Carrodeguas, autora de Supernormales, a partir de historias concretas, comprensibles, encarnadas, que arrojan luz sobre el tema de la sexualidad desde una enorme variedad de ángulos, siempre con la valentía del disparo directísimo al tabú, con un lenguaje radical que barre el polvo bajo la alfombra. Desde la sordidez trágica de alguna historia de abuso sexual (pero sin morbosidad televisiva, sin la sensiblería traumática que nos devolvería fatalmente a la mirada compasiva) hasta el desenfreno de una manifestación delirante (“¡Queremos follar, por delante y por detrás!”, “¡Echenique, únete!”) la autora nos ofrece la posibilidad de esa mirada transformadora que supone dudar de casi todo, empezando por ella misma y su propia obra en escena.
¡Deja de mirarnos desde arriba!
Ser Carrodeguas y escribir una obra sobre diversidad funcional y sexualidad no podía dejar de plantear el problema espinoso de la representación: ¿puede asumir alguien que no pertenece a un colectivo hablar de él sin caer en una especie de hurto identitario, de rancio mecenazgo ideológico, sin ahondar en representaciones reductoras, idealistas, bastardas?
La autora es plenamente consciente del peligro, y lo resuelve con la inteligencia de la transparencia: deja que se noten las costuras, hace visible la contradicción, visibilizando –ridiculizando– la posibilidad de un paternalismo heroico, del “complejo de salvador” de quien representa al otro. En una de las primeras escenas, Sarita Granero (famosa en el Mundo Entero), un personaje con dificultades para hablar, aparece en escena sujetando entre las manos una caja donde está escrito “MI VOZ”. Detrás de ella, una actriz sostiene un micrófono y pronuncia las palabras que salen del interior luminoso de la caja: “Todo esto es una mentira. Todo esto es una tipa que escribe como si fuera yo. Que escribe como si ella pudiese imaginar que sabe lo que es ser yo. Que no tiene ni la más mínima idea ¿no? Por que ¿cómo va a saberlo? Pero ella hace el esfuerzo. Ella sabe cosas. Supone cosas. Conceptualiza cosas. Quiere contar cosas”. Y un poco más adelante la ironía del texto ralla ya en acidez pura: “El caso es que La Autora quiere ser una autora Muy Guay. Y por eso ha decidido hacer una obra para conseguir que Yo tenga una Voz. Y además y sobre todo para luchar sobre Mi Sexualidad.”
Es difícil encontrar una obra que se moje tanto en su compromiso social y que a la vez ironice hasta tal punto la lucha del artista comprometido, la superioridad moral que en ocasiones entrampa a la izquierda: ese sentimiento de culpa del privilegiado (por hombre, por blanco, por hetero, por tener dos piernas o llegarse con las manos a los genitales) que le lleva a la exigencia neurótica de que “el otro” se confirme como disidente en todo (¿cómo va a querer casarse por la iglesia una lesbiana? ¿cómo le va a gustar una belleza normativa a alguien con una diversidad física?), esencializando la identidad y orillando los matices de las historias particulares (las historias reales).
Pero Carrodeguas consigue con sus giros metateatrales algo parecido a lo que el teórico de arte Hal Foster llamaba la “obra paraláctica”: una estrategia por la que la/el artista “enmarca al enmarcador cuando éste enmarca al otro”. Es decir, nos muestra el artificio de la mirada, la estrechez del ángulo, y, sobre todo, que mirar desde arriba puede significar ver menos.
Freak show pervertido
El texto de Supernormales lleva un subtítulo debajo: freak show pervertido. Otra vuelta de tuerca, otra reapropiación de un término popularizado en el SXIX, en pleno delirio de la exotización de lo diferente, cuando personas con diversidades eran exhibidas en ferias, circos y “espectáculos de fenómenos”. Cómo no acordarse aquí del peliculón que escandalizó al mundo en 1932, Freaks (mal traducida en español como La parada de los monstruos), sobre uno de estos “circos de fenómenos” en el que las personas con diversidades físicas que protagonizan la historia (y que actúan desde la solidaridad y el sentido colectivo) acaban rebelándose contra los “normales”, caracterizados por su crueldad y avaricia: una bomba que fue censurada inmediatamente por su atrevimiento, por poner en cuestión el concepto de “lo monstruoso”, por su juego limítrofe con el morbo y la posibilidad de insurrección.
La película adelantaba una mirada en la que años después Foucault se detendría al hablar de los dispositivos espectaculares con los que la “biopolítica” monopoliza a los cuerpos no hegemónicos, los muestra (siempre acordonados, dentro de unos límites que te permitan “ver sin peligrar”) para recordar la norma y alertar contra su transgresión. Y otros cuantos años después llegamos a Supernormales, con un elenco mayoritario de personas con diversidad funcional, y uno de los personajes habla: “Es posible que a partir de este momento –y durante toda la pieza– empieces a preguntarte con qué tipo de intérpretes hubiese sido verdaderamente ideal hacer Esta Obra. (…) No hay manera de poner algo tan exótico en escena y que ese exotismo por sí mismo no erotice a una masa de gente delante”.
Puede que uno de los puntos más incómodos y espinosos que trate la obra sea precisamente éste: el de la exotización, la fetichización, la inclusión de “lo extraordinario” que, ya desde el erotismo o desde el paternalismo de las buenas intenciones, plantea interrogantes necesarios en nuestra época de corrección política, en la que el reconocimiento de nuevas subjetividades pasa demasiadas veces por la fagocitación desde el capitalismo (Colores Unidos de Benetton) o por la falsedad del tick para evitar parecer un carca: ¿Hasta dónde es la visibilidad manifestación de la diversidad y hasta dónde pantomima para cumplir una cuota? ¿Hasta dónde acoger la diversidad pasa por sublimarla o exotizarla, haciendo que en realidad no se mire a la persona, sino que se explote –aunque sea “positivamente”– su diferencia? Cuando aparece en escena un devotée (definido como alguien que siente atracción sexual por las personas con diversidad funcional) nos sentimos especialmente alarmados, al tiempo que vuelve el tropel de preguntas: ¿Hay deseos que no queremos ver? ¿Cómo atraviesa el poder al deseo? ¿No está la clave ética en lo que se hace, más que en lo que se imagina?
Posiblemente la fuerza de esta obra sean los signos de interrogación, la sensación de que podemos quedarnos un tiempo a vivir en ellos, en la risa nerviosa, en el “entre” cuando nos dan a elegir entre una cosa u otra, en la tensión del conflicto. Quedarnos por un momento en la incomodidad, y desde ahí, contemplarnos. Y también, claro, echarnos unas buenas risas. ¡JA!