A finales del siglo XX, mientras Varda rodaba ese canto a la naturaleza, la vida y la gente sencilla que es Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), se llevó a su casa unas patatas en forma de corazón, un hallazgo fortuito que encontró grabando a las espigadoras de los tubérculos desechados por los agricultores. Varda creó la serie fotográfica Patates coeurs (2002), donde inmortalizó el proceso de envejecimiento y germinación de las patatas, y posteriormente su primera instalación, Patatutopia (2002), presentada en la Bienal de Venecia de 2003. Esta videoinstalación inmersiva en forma de tríptico le posibilitó explorar nuevos vínculos del espectador con las imágenes, al no limitarse a una pantalla frontal, e iniciar una nueva faceta como artista visual.

Asumiendo ese tono de viaje aparentemente sin rumbo, pero con un sentido, de los últimos documentales de la cineasta, la muestra del CCCB consagrada a la creadora tiene un orden anacrónico y aparentemente caótico, que acaba dibujando un amplio y detallado retrato de Varda. Amplio por su extensión, razón por la cual se recomienda ver la exposición en varios días (la entrada permite el acceso en dos días consecutivos). Y detallado por ofrecer un fresco policromático de las muchas facetas de la creadora, exhibiendo no solo su obra multidisciplinar, sino también su archivo fotográfico, objetos personales y el rastro de su influencia en otras artistas. De hecho, la exposición arranca con el homenaje de varias realizadoras vinculadas con la Muestra Internacional de Filmes de Mujeres de Barcelona a la obra y la figura de Varda. Otros tributos incluidos en la exposición son los dibujos de Isa Feu, un precioso diorama de Joséphine Wister Faure que reproduce una escena de Caras y lugares (Visages villages, 2017) o la célebre fotografía donde Juergen Teller retrató a la artista con su gato.

La muestra coincide con la revalorización del legado de una de las directoras de cine más importantes de la historia, un papel que hasta fechas recientes estaba reservado casi exclusivamente para los hombres. Este verano las salas de cine de varias ciudades de nuestro país han vuelto a proyectar sus películas, y Avalon acaba de poner a la venta Universo Agnès Varda, un completo estuche en formato Blu-Ray que incluye 15 largometrajes y 15 cortos de la cineasta (la salida a la venta de este pack tal vez explique la ausencia de la directora en plataformas como Filmin, donde actualmente solo está disponible uno de sus cortos).

Estructurada en cinco bloques, Fotografiar, filmar, reciclar destaca el compromiso feminista de la creadora. Desde su vinculación con la Nouvelle Vague, donde siempre se sintió «la excepción, la cuota o el elemento decorativo, la mascota del regimiento, la guinda del pastel» pese a rodar alguna de las películas más importantes del movimiento, como la inolvidable Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1962), un relato fílmico casi sin elipsis que mostraba dos abrumadoras horas de la vida de una cantante mientras espera unos resultados médicos, hasta sus películas más comprometidas con la lucha por los derechos de las mujeres, como La felicidad (Le bonheur, 1965), una incomprendida denuncia de los estereotipos sexistas del patriarcado, o Una canta, otra no (L’une chante l’autre pas, 1977), obra musical que narra la amistad entre dos mujeres enmarcada en la lucha por el derecho al aborto, pasando por sus autorretratos, donde desafiaba los cánones oficiales de la belleza femenina, fotografiándose embarazada o envejeciendo.

En sus últimos años, la actriz declararía, con una cierta nota de sarcasmo: «A veces alguien me pregunta si sigo siendo feminista, como si se tratase de una enfermedad». Lo cierto es que el feminismo fue una constante en su vida y en su obra, como demostraría en 2018, un año antes de su partida, al alzar su voz junto a otras ochenta mujeres que se manifestaron en Cannes por la falta de representación femenina en el Festival.

Agnès Varda se desnudó ante la cámara en un delicado ejercicio de autoconocimiento. Su voz es también la narradora de sus documentales, donde a menudo aparece en pantalla rompiendo la cuarta pared. Cuando rodó Documenteur (1981), una historia donde un niño es testigo del desamor de sus padres protagonizada por su propio hijo, hacía poco que se había separado del padre del muchacho, el cineasta Jacques Demy. Varda optó por mostrarse ante el público no como una distante realizadora, sino como un ser real, una duendecilla burlona con peinado de franciscano, dotada de la rara cualidad de la empatía. Tan sabia que nunca miraba al otro por encima del hombro.

 

La exposición también desnuda a Varda. Nos muestra pinceladas de su intimidad, como su colección de objetos con forma de gato, distintas representaciones del cuadro de Jean-François Millet Las espigadoras, enviadas por fans de Los espigadores y la espigadora o hallados por la cineasta durante el rodaje del documental, o una escultura de papel maché de Niki de Saint Phalle perteneciente a su colección personal. También somos testigos de sus retratos de juventud, sus comienzos como fotógrafa oficial del Théâtre National Populaire, su vinculación con Cataluña o su relación con Demy, quien fue su gran confidente hasta que el realizador falleció a causa del VIH a los 59 años.

La apasionante biografía de Varda hizo que fuera testigo de los grandes movimientos sociales del siglo pasado, desde que en 1957 viajara a China y pudiera retratar lo que ella misma definió como la «justicia de clase social» de la República Popular, aunque posteriormente renegaría del régimen de Mao Zedong. También fotografió los primeros años de la Revolución cubana, ensamblando después sus instantáneas en el corto Salut les Cubains (1963). En Estados Unidos se acercó al movimiento afroamericano por los derechos civiles, filmando en el corto Black Panthers (1968) una concentración organizada por los Panteras Negras para pedir la liberación de Huey Newton, retrató la revolución sexual de la cultura hippy en California en Lions Love (1969) y dio voz a la marginalidad chicana a través de los murales de la ciudad de Los Ángeles en Mur murs (1981). De vuelta en Francia, se inspiró en la muerte de Djamila Arhab, una mujer que vivía en la calle, para concebir en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985) a una joven rebelde que aspira a vivir sin depender de las normas de la sociedad.

«Lo que yo quiero no es enseñar cosas, sino dar ganas de verlas», afirmaba la cineasta. Sus últimos documentales guardan un curioso paralelismo con sus primeras obras, donde retrataba a la gente humilde de su país. En su primera película, La Pointe-Courte (1955), que no tuvo distribución comercial, narraba la historia de amor de una pareja en un barrio de pescadores, mientras que en el corto L’Opéra-Mouffe (1958) mostraba cómo una mujer embarazada deambulaba por la calle Mouffetard de París, poniendo el foco en los vagabundos… los excluidos de la sociedad. Su empatía hacia los olvidados volvería a manifestarse cuando rodara en el nuevo siglo los documentales Los espigadores y la espigadora y Caras y lugares. El primero, inspirador y humanista, denuncia el despilfarro de la sociedad capitalista y cómo los marginados y los rebeldes logran sobrevivir en la era del consumismo más despiadado, mientras que el segundo, con el que Varda volvía a la carretera a los 88 años, desafiaba la cultura de la imagen rescatando a la gente corriente, además de ser un canto a la ecología y el diálogo entre generaciones, personificado en los coloquios entre Varda y el artista JR.

Juguetona y entrañable, Varda aparece en la pantalla hablando con los desheredados de la tierra, demostrando su facilidad para desdibujar la fina línea que separa la ficción de la realidad. Su mirada lúcida, humanista y feminista busca la belleza en aquello que mira. Y acaba encontrándola. Un error de la cineasta al rodar Los espigadores y la espigadora, olvidar apagar la cámara durante una escena, se convierte a sus ojos en la danza de la tapa del objetivo, gracias a su capacidad para captar la grandeza de las cosas pequeñas, la maravilla del momento y la alegría de estar viva.