Es la primera vez en sus veinte años de trayectoria que esta compañía [1] llega al Centro Dramático Nacional, que produce esta propuesta creada a partir del universo de Carmen Martín Gaite y su constante búsqueda de alguien con quien dialogar.
La escenografía representa un estudio de grabación: a mi izquierda, la cabina de mezclas; a mi derecha, una pecera de sonido llena de instrumentos; en medio, un salón con sofás y un espacio que será ocupado por un ataúd de cristal, mesas para el desayuno o una alfombra sobre la que acercarse a la muerte o bailar. El despliegue de elementos no es pequeño. La luz de sala comienza a bajar y veo a los demás espectadores desaparecer poco a poco frente a mí. Empieza esta gran reunión.
A oscuras se escucha, amplificado, el deseo de los intérpretes: «Que esta función sea mágica, especial, eterna, vinculante y sin sonidos de teléfono». También hay un llamado al espíritu de Martín Gaite que se anuncia sobrevolando la función durante toda la obra. Vuelve la luz, en esta ocasión para iluminar solamente el escenario planteado. Comienza el drama.
La historia se desenvuelve ante nosotros. La sinopsis es la siguiente: un grupo de jóvenes se vuelve a encontrar después de un tiempo sin trabajar juntos. ¿Qué sucede cuando alguien muere antes de tiempo? ¿Cómo continúa la vida? ¿Y la noche? ¿Cómo continúa la conversación? Ahora, los que se han quedado, tienen tres días para retomar un disco que dejaron por terminar. ¿Pero qué sentido tiene todo esto ya? ¿Cómo asumir que la vida cambia en un instante? A veces, solo a veces, en mitad de la noche, alguien empieza un beat, otro lo sigue, alguien se ríe, quizás se levantan, y sin saber muy bien cómo, casi sin hablar, todas saben cómo continuar la canción. Así hablaban. Así hablábamos. En una larga conversación a través del tiempo que no acaba nunca. Y que no acabe.
¿Cómo se habla de una generación a la que se le prometió el éxito y se ha quedado con las manos llenas de títulos que pueden usar en raras ocasiones? ¿Cómo hablar de una juventud que debería ser adulta pero que está condenada a ser mantenida a causa de la sucesión de crisis? ¿Cómo hablar de las crisis existenciales en el proceso de maduración si no hay tiempo para pararse a pensar; si lo único que nos salva de esta existencia inconforme es aparentar alegría y acción continua? ¿Cómo hablar de la precariedad si los únicos referentes que nos presenta el arte y la cultura son historias de hijos de clase alta?
¿Cómo dialogar?
Somos una generación formada, hipercapacitada, repleta de conocimientos que nos han convencido de que sirven para navegar el futuro, un tiempo que nunca llega. Una generación que camina, baila y salta sobre una cinta de correr, presumiendo movimiento pero sin poder salir del hogar familiar. Nuestra penitencia se basa en producir siempre algo nuevo, sin mirar atrás, sin tiempo para llorar a nuestros muertos, sin espacio para hacer algo que de verdad cambie las cosas. Una generación dedicada a engordar la apariencia de que todo funciona, cuando siquiera hemos podido arrancar nuestro propio motor. Viajamos en un Titanic que no asumimos quebrado. De este barco parece que sólo nos hemos quedado con la historia romántica de Jack y Rose, sin apelar al fracaso de una sociedad demasiado ambiciosa. Estamos tocados, pero parece que sólo nos importa que la banda siga tocando.
¿Cómo dialogar con una generación que solo presta atención a las notificaciones de su móvil? ¿Cómo comunicarse sinceramente con alguien que no tiene palabras propias, que lo único que acierta a expresar son frases adquiridas en internet? Así hablábamos resulta ser una conversación constantemente cortada por canciones, por juegos teatrales, por cuerpos bien vestidos (la cultura de la moda no nos deja ver nuestra desnudez), capacitados para saltar mucho, moverse rápido, bailar desenfrenadamente, cantar muy bien y tocar muchos instrumentos.
Pero cuando parece que van a llegar a algún lugar profundo, el abismo desaparece y es sustituido por el gran truco del teatro. Cuando hay espacio para hablar (hablar de verdad, con sentimiento) ese lugar es ocupado por el artificio que lo vuelve todo superficial. ¿Es esta la forma de relacionarse de una generación que no encuentra palabras para sus emociones, que busca en todo la gran excitación, sin profundizar en nada, que huye del afecto para caer en el efecto?
El escenario está servido para llevar a cabo una de esas conversaciones a las que tanto apelaba Martín Gaite. Con buenos interlocutores, donde hablar y escuchar, donde comprenderse. Pero parece más importante seguir con la música. Parece más importante seguir siendo jóvenes exitosos que rasgarse la tela del alma con una buena conversación. Proponen, desde este escenario, la idea de que la juventud se pierde tras un golpe traumático, ante el frío que deja en el corazón. Un dolor tan grande que te empuja, sin opción a tránsito, a la siguiente fase. Para evitarlo, para seguir siendo los jóvenes de UPA Dance, esconden el posible dolor en canciones y eternas huidas hacia delante.
Para Carmen Martín Gaite no hay mayor placer que contar con alguien con quien poder hablar. He venido al teatro con Charli y, haciendo caso a la gran escritora, les comparto parte de nuestras reflexiones. La juventud no se perderá mientras abracemos el tránsito constante al que nos empuja la vida, mientras entendamos que en cada comienzo reside la posibilidad de la nueva mirada, de la curiosidad, de una vez más aprender a ser y estar. Pero el concepto joven a día de hoy es pop, barnizado por las últimas tendencias y los éxitos musicales, que no nos alienta a reconocer nuestras heridas del tiempo, porque hemos de tener siempre el cuerpo tierno y fresco. Por eso no dejamos envejecer a Madonna, porque nos aterra vernos reflejados en ella. Así hablábamos, pudiendo haber charlado de tantas cosas que necesitamos como generación… pero sin haberlo hecho.
Se necesita hablar de verdad, con las ganas de Martín Gaite. Así hablábamos nos podría haber dejado desnudos en mitad del Valle-Inclán. Podría haber destripado a la juventud que hoy somos, pero tenemos miedo al dolor, nos han tapado la verdad entre algodones. Nos han redondeado las esquinas para que seamos perfectos. Somos fotos de aquello que nos gustaría, maniquís sobre los que colgar ideas de bienestar. Somos una generación joven, disociada, asustada y sin saber gritar. No hay fantasmas, siquiera, sería profundizar demasiado. Carmen Martín Gaite ya no está, por eso se ha podido hacer Así hablábamos. “Lo raro es vivir”.
– ¿Quiere consultar el programa de mano [2]?
Hacemos lo que podemos
Por La tristura
«En el momento en que hay alguien con quien puedes hablar, para mí que se quite el cine, el teatro, los viajes, incluso placeres más fuertes».
(Carmen Martín Gaite)
Carmen Martín Gaite pasó toda su vida buscando a su interlocutor, alguien con quien poder seguir pensando, escribiendo, imaginando. Le obsesionaba el habla de las personas, perseguía sin descanso esa conversación siempre deseada. Sus personajes buscaban comprensión, buscaban amor, exponían su fragilidad y su fortaleza, trataban de sentirse menos solos.
Hacemos lo que podemos, Carmen, hacemos lo que podemos. Nos parecemos a ti en algunas cosas y eso nos alegra; buscamos siempre, hablamos y escuchamos, intentando generar esa situación sencilla pero trascendente para comprendernos mejor.
Aunque ahora, pensándolo bien, si aún estuvieras aquí no haríamos esta obra. Ya sabes, donde esté una buena conversación que se quite el teatro y todo lo demás. Pero vamos a intentarlo, Carmen.