Comisariada por Patricia Molins, las salas 1 y 2 del Museo recorren las primeras incursiones de la zamorana en el ámbito de la ilustración, dan buena cuenta de un interés de corte antropológico por las tradiciones populares y es testigo de los viajes por diferentes lugares, que en su momento, y a la postre, se revelarían esenciales para su carrera, como París, Italia o Marruecos. Todo esto ocurriría en los años anteriores a la Guerra Civil.
Firme voluntad
Nacida en un entorno rural de clase media, la firme voluntad de Tejero de dedicarse al arte y el apoyo -poco común- de su padre le permitieron viajar a Madrid en 1925. Allí estudió en la Escuela de Artes y Oficios y en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, trabajando como ilustradora de prensa, actividad que dio a muchas mujeres artistas -o escritoras- la posibilidad de ganarse la vida, contribuyendo así a uno de los fenómenos más importantes de los años de la Segunda República: la emergencia de la mujer moderna, profesional e independiente, cuyo principal foco de difusión fueron precisamente las revistas. Ella, como sus otras compañeras de la Academia, Remedios Varo, Maruja Mallo, Pitti Bartolozzi o Rosario de Velasco, representaron en su pintura a esa mujer moderna, además de hacerlo en su comportamiento e indumentaria. Tras la guerra, las vicisitudes personales, además de las opciones políticas y religiosas, las separaron, Tejero permaneció en España.
Las dos salas de la exposición marcan una división aproximada entre la obra de preguerra y la de posguerra. La década de 1950 marca un claro cambio de rumbo, pues Tejero avanza hacia la abstracción, tras un primer momento que tiene como protagonista la figura humana, en el que ahonda en la fusión entre figuras que dan como resultado obras de gran singularidad.
De la parte final de su vida son sus trabajos para murales de grandes formatos en diferentes contextos, de los que en Valladolid se muestran notables ejemplos de trabajos preparatorios.
Curiosidad y ambición
Por Patricia Molins
La historia del arte español se construyó a partir de los años sesenta desde una idea de progreso que culminaba con la abstracción y el informalismo, la pintura expresiva, gestual y matérica de artistas como Antonio Saura, Jorge Oteiza o Antoni Tàpies. Triunfaron internacionalmente y se convirtieron tanto en símbolo de la contestación política como en bandera de la ambición de modernidad del régimen. Este hecho significó el olvido de la pintura historicista (Zuloaga o Sert) jaleada en la primera posguerra, pero también la marginación de muchos artistas que habían luchado por renovar el arte y situarlo en su tiempo, sin adherirse a las corrientes más contemporáneas del arte y el pensamiento, de las que les alejaban tanto el aislamiento del país como las restricciones de los encargos públicos, sin los cuales era difícil sobrevivir. Este es el caso de Delhy Tejero, cuya obra, tan singular y valiente como su vida, merece sin duda el rescate. Por su mirada propia, cercana e íntima en ocasiones, lejana y objetiva muchas otras, por su experimentación técnica. Y sobre todo por la creación de un imaginario en femenino que ella, junto a sus compañeras de generación, ofrecieron por primera vez en la historia de España. En su caso complementado, algo más raro todavía, por la creación de unos diarios espontáneos e intimistas que nos permiten entender cómo la curiosidad vital y la ambición estética, no siempre satisfecha, fueron el motor de su vida.
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