Con un título intencionadamente redundante, la exposición se centra en dos aspectos muy presentes en su trabajo durante gran parte de su prolífica carrera de pintor y que, sin embargo, hasta ahora apenas habían sido expuestos, y desde luego nunca confrontados el uno al otro.
Pintor de retratos
Se trata, por un lado, de su faceta de retratista. Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) ha sido, desde sus inicios, un pintor de retratos (y autorretratos), interesado tanto por personajes de ficción como por personajes muy históricos y muy reales. Estos últimos han sido el objetivo principal a la hora de seleccionar las obras para esta exposición: autorretratos o retratos de figuras reales, históricas, y no tanto representaciones de personajes imaginarios.
Las 33 pinturas y dibujos y las ocho esculturas que integran esta muestra, pertenecientes a distintas colecciones públicas y privadas españolas e internacionales, conforman una galería de retratos –algunos de ellos conocidos, otros rigurosamente nuevos– de personajes de la historia nacional e internacional: figuras históricas como Isabel la Católica; figuras de la vida pública, que van desde Napoleón a la reina de Inglaterra pasando por Carmen Amaya; escritores como Franz Villiers; boxeadores como Manuel Cerdán; poetas como Hölderlin; pintores como Soutine, Van Gogh, Rembrandt o Richard Lindner o santos mártires como San Sebastián… y también el propio pintor.
Humor y seriedad
La selección incluye piezas de finales de los años 50, fecha de su marcha a París, hasta el año 2011, con algunas esculturas y, sobre todo, tres autorretratos muy recientes que parece haber firmado desfigurándolos –los rostros tienen huellas de las sustancias líquidas que el pintor ha arrojado a cada rostro al acabarlo– cum ira et studio, con esa mezcla de humor y seriedad perfectamente conscientes que nadie puede echar de menos en su polifacética obra.
Pero Arroyo ha sido, también, un artista enormemente interesado por otra faceta del trabajo artístico, una actividad para la que aún no hace mucho solía emplearse la palabra «retrato» (en aquellas épocas en la que la gente aún «iba a retratarse»): la fotografía. Y es que, desde siempre, le ha interesado la fotografía, de modo especialmente operativo a partir de los años 70.
Narraciones fotográficas
[2]Le atraía no tanto como práctica artística –no es ni ha querido ser nunca fotógrafo, ni mucho menos “artista-fotógrafo”–, sino en su papel –nunca mejor dicho– de soporte de la memoria familiar y social; en última instancia, su poder narrativo. En este sentido, la comisaria de la muestra, Oliva María Rubio, habla de «narraciones fotográficas».
En efecto, a Arroyo le han interesado las viejas fotografías de los rastros y los mercadillos, los desechos de los álbumes familiares y las fotografías de autor desconocido y gentes anónimas, sobre cuyo soporte y cualidades ha trabajado e intervenido –pintándolas, cortándolas, fragmentándolas, yuxtaponiéndolas a dibujos, pinturas o papeles de calco, haciendo collages y foto-collages, seriándolas– como mejor le ha parecido y más convenía a sus intereses pictóricos.
Las 70 fotografías, en su mayoría inéditas y todas pertenecientes a la colección del autor, que completan esta exposición testimonian su trabajo con la fotografía. En realidad, éste ha sido el núcleo original desde el que se ha desarrollado el presente proyecto expositivo.