Comisariada por Javier Barón, jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX del Prado, la muestra ofrece a los visitantes la posibilidad de adentrarse, a través de un género de importancia capital en la pintura española, en la época que vio nacer las estructuras económicas y sociales que han configurado la contemporaneidad. Entendiendo el pasado y, por lo tanto, la colección de retratos del Prado, como una fuente desde la que interrogarnos sobre nuestro tiempo, se proponen distintos recorridos que surgen de las obras reunidas y de los diálogos que se establecen entre ellas. Así, los visitantes pueden seguir tres itinerarios distintos, con audioguías descargables, que realizan tres lecturas diferentes del recorrido: las técnicas artísticas, la sociedad del siglo XIX y la indumentaria.

Rehuyendo el orden cronológico, la exposición se divide en ocho ámbitos temáticos: ‘La imagen del poder’; ‘El descubrimiento de la infancia’; ‘Identidades femeninas’; ‘Identidades masculinas’; ‘La imagen de la muerte’; ‘Retratos y autorretratos de artistas’; ‘Effigies amicorum. Imágenes de escritores, músicos y actores’, y ‘El artista en el estudio’.

La imagen del poder

Francisco de Goya y Lucientes, 'Fernando VII en un campamento, después de 1815'. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Francisco de Goya y Lucientes, ‘Fernando VII en un campamento’, después de 1815. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Desde su mismo nacimiento, el retrato estuvo asociado a personajes dotados de un poder económico, social o político que deseaban mostrar y perpetuar. En el siglo XIX, tras la Revolución francesa, se produjo una debilidad cada vez mayor de la monarquía. Esto es patente en la paulatina pérdida de importancia del retrato real, aunque mantuvo las dimensiones y el carácter imponente de los siglos anteriores. De ahí que este subgénero se represente en la exposición a través de la medallística, donde es posible apreciar la secuencia completa de monarcas españoles desde Carlos IV hasta Alfonso XIII.

Otras personas de poder se hicieron retratar, pero fue sobre todo el Estado el que comenzó a formar galerías de retratos: junto a la más destacada, la de presidentes del Congreso, que encarnaba la legitimidad del poder de la nación a través de las Cortes electas, tuvieron importancia las de los ministerios. El empeño en representar a los sucesivos titulares de estos en una secuencia completa configuró las distintas iconotecas ministeriales, de las que algunos ejemplos están en el Prado.

La infancia

Eduardo Rosales Gallinas, 'Concepción Serrano, después condesa de Santovenia', 1871. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Eduardo Rosales Gallinas, ‘Concepción Serrano, después condesa de Santovenia’, 1871. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

A partir de la Ilustración y, sobre todo, con la influencia ejercida por Jean-Jacques Rousseau, se fue abriendo paso una nueva mirada sobre la infancia. En lugar de concebir a los niños únicamente como futuros adultos, que solo como tales adquirirían verdadero valor, se estimó que eran importantes en sí mismos. Aún más, a partir principalmente del Romanticismo, la infancia comenzó a verse como una etapa privilegiada en la vida de las personas, pues en ella brillaban las virtudes de la espontaneidad, la gracia y la inocencia que la influencia negativa del mundo y sus costumbres hacían desaparecer en la edad adulta.

Por ello, no solo se multiplicaron los retratos infantiles, sino que se abordaron de un modo nuevo que ponía de relieve, precisamente, esas cualidades. Durante el Romanticismo fueron habituales los fondos de parques y jardines para expresar su vinculación con la naturaleza. El avance de la pintura hacia el naturalismo permitió que los niños aparecieran con mayor libertad y movimiento en los retratos del último tercio del siglo. Por otra parte, varios ejemplos, desde el Romanticismo hasta el comienzo del siglo XX, muestran el deseo de los clientes de retratar a sus hijos inspirándose en imágenes de la pintura del Siglo de Oro, particularmente de Velázquez, modelo, al mismo tiempo, de nobleza y naturalidad.

Identidades femeninas

Federico de Madrazo y Kuntz, 'Saturnina Canaleta', 1856. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Federico de Madrazo y Kuntz, ‘Saturnina Canaleta’, 1856. Óleo sobre lienzo. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

El retrato femenino evidencia el rango social de los efigiados a través, sobre todo, de dos elementos: la indumentaria y la joyería. Tiene interés advertir, junto al retrato aristocrático y al retrato burgués, el de mujeres convertidas en modelos por los artistas por el atractivo o la peculiaridad de su imagen. Es el caso de las ciociare, campesinas de Italia, o el de las populares manolas y majas de España, en cuya gracia y pintoresquismo, a veces idealizados pero en otras ocasiones de marcado carácter sensual, radica el interés de los pintores. Además, como consecuencia de la curiosidad por las etnias y los países entonces considerados exóticos, fueron frecuentes las imágenes de los pueblos gitano, marroquí y filipino.

En muchos casos aparece la fascinación de la mirada del artista y del espectador por la otredad, lo ajeno a la propia civilización y cultura. Esta fascinación llega al punto de que, en diferentes ocasiones, las clases burguesas se hacen retratar con la indumentaria popular italiana, con el traje de majo andaluz o como tipos árabes.

En 1859, la difusión de la «tarjeta de visita» (retrato fotográfico de pequeño tamaño) puso al alcance de las clases medias la posibilidad de encargar y poseer imágenes propias, de familiares y amigos. Justo después, el retrato femenino altoburgués adquirió un nuevo auge, para singularizarse socialmente. Se prodigaron así los retratos de cuerpo entero y de gran aparato, con trajes muy ricos en un ambiente de ostentación.

Identidades masculinas

En el siglo XIX surgió la moderna figura del hombre burgués. Frente a la complicada indumentaria de los siglos anteriores, apareció un traje mucho más sencillo y austero, con pantalones, chaqueta o levita y sombrero que, con las variaciones de la moda, llegará hasta la actualidad. Con él, aristócratas y grandes burgueses resultaban indiscernibles. La severidad del aspecto masculino, asociada a la racionalidad económica unida al capitalismo, llevó a los artistas a concentrarse en el efecto de la expresión y el carácter.

Visitante en la exposición 'XIX. El Siglo del Retrato. Colecciones del Museo del Prado. De la Ilustración a la modernidad'. © Fundación "la Caixa".

Exposición ‘XIX. El Siglo del Retrato. Colecciones del Museo del Prado. De la Ilustración a la modernidad’. © Fundación «la Caixa».

Junto a estos retratos hacen su aparición otros de marcado pintoresquismo, fruto el interés por lo particular y también por los valores específicos del pueblo propio del periodo romántico. No se trata solo de representaciones de tipos populares, sino de verdaderos retratos abordados por la pintura y la fotografía que darán cuenta de individuos concretos de las distintas regiones españolas, entre las que destacó Andalucía; de las colonias, como Filipinas, y de personajes representativos de un imaginario exótico pero real, como los marroquíes.

El retrato de grupo familiar no había sido frecuente, pero sí importante, en la pintura española, especialmente en los cuadros encargados por la monarquía. En el siglo XIX se extendió a las clases burguesas. En él solían aparecer reunidas las diferentes edades, lo que expresaba la continuidad y proyección del núcleo familiar. Además aparecen los retratos de grupo de profesionales, con mayor frecuencia en la fotografía que en la pintura. En aquella son usuales los de trabajadores en fábricas y comercios. Todo ello pone de manifiesto la importancia de los colectivos sociales, especialmente en la segunda mitad del siglo, periodo en el que los trabajadores tomaron conciencia de su capacidad para realizar reivindicaciones y transformar su entorno.

La muerte

Miguel Blay y Fábrega, "Miguelito", 1919. Mármol. ©Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Miguel Blay y Fábrega, ‘Miguelito’, 1919. Mármol. © Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

El retrato yacente, junto con las mascarillas funerarias en cera (en las que se sitúa el origen histórico del retrato, en la Roma antigua) de los personajes famosos, tuvieron una gran fortuna en el siglo XIX. Esto se debía al culto al genio que se desarrolló sobre todo a partir del Romanticismo, pero también al interés en conservar, como elocuente documento material, las facciones de una personalidad concreta mediante un procedimiento de trasposición fiel.

El retrato funerario partió en esta centuria de los modelos del Siglo de Oro. Se trataba de fijar con veracidad los rasgos de la persona fallecida, para lo que el dibujo, tomado del natural en unos minutos, era un auxilio inmediato y precioso. La fotografía proporcionó, a su vez, la posibilidad de fijar una imagen precisa. Como el dibujo, la pintura interpretó en mayor medida el carácter y, a través de la indumentaria, la condición del fallecido. Muy elocuentes son, por la proximidad afectiva que denotan, los retratos yacentes de los deudos de los artistas. Un papel especial lo tienen las imágenes de niños difuntos, registradas en todas las artes. La importancia de la imagen mortuoria, expresiva del término y, en cierto modo, del carácter de toda la trayectoria de la persona fallecida, se mantuvo a lo largo del siglo, que vio extenderse también a las clases burguesas los monumentos funerarios.

Artistas

Raimundo de Madrazo y Garreta, "El pintor Benito Soriano Murillo", 1863 – 1867. Óleo sobre lienzo. ©Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Raimundo de Madrazo y Garreta, «El pintor Benito Soriano Murillo», 1863 – 1867. Óleo sobre lienzo. ©Archivo Fotográfico. Museo Nacional del Prado.

Una de las consecuencias de la creciente importancia del arte a partir de la Ilustración fue la conciencia de los pintores y escultores acerca de su propia valía y, en el caso de los más dotados, de la excepcionalidad de su papel en la sociedad. Por eso se multiplicaron los autorretratos, algunos con destino a las galerías de artistas de las Academias. Estas se habían fundado de acuerdo con el pensamiento ilustrado. Según éste, los artistas se convertían, de artesanos agrupados en gremios, en profesionales liberales que pasaban a ser miembros de la nueva clase social burguesa. Con el Romanticismo, el autorretrato se convirtió en un instrumento de indagación acerca de la propia psique del artista, fruto de un sentimiento de exaltada subjetividad, inaugurando una tradición representativa que llega hasta nuestros días.

Junto a ello, la efusión amistosa con los compañeros de formación, consolidada en las vivencias compartidas en el extranjero, como fue el caso de los pensionados en Roma, llevó a la proliferación de retratos de otros artistas. De pequeño tamaño, formato de busto y fondo por lo común neutro, se fijan ante todo en las facciones y el carácter del representado, muestran una gran naturalidad y evidencian la simpatía y la estima recíprocas. Dado que son obras para colegas en el ejercicio del arte y, por ello, buenos conocedores, suelen tener una calidad elevada. El Museo de Arte Moderno, fundido en 1971 con el Prado, propició la formación de una galería de retratos de artistas que no llegó a exponerse como tal.

Effigies amicorum

En la clasificación de Hegel, la pintura, la literatura y la música, que destacaron especialmente en el Romanticismo, se consideraban las artes modernas por excelencia. Las tres convergieron en numerosas ocasiones a lo largo del siglo XIX. La proximidad de los artistas con los escritores y los músicos se tradujo no solo en colaboraciones como la ilustración de textos y la realización de escenografías de óperas, sino también en la aparición de una amplia serie de retratos de cultivadores destacados de aquellas artes, así como de intérpretes teatrales y musicales. Su origen está, como en el caso de los retratos de pintores y escultores, en las frecuentes relaciones de amistad surgidas entre ellos y en la exaltación de una comunidad de ideales artísticos, estimuladas en instituciones como los liceos artísticos y literarios, los ateneos, las academias y, de modo más informal, en cafés o en tertulias en casas de aficionados.

El comisario de la exposición y jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX del Museo Nacional del Prado, Javier Barón, y el director de CaixaForum València, Álvaro Borrás. © Fundación «la Caixa».

Estas aproximaciones, que prefiguran las que en el siglo XX serían frecuentes en las vanguardias, muestran una afinidad entre las artes. La dificultad de obtener un completo reconocimiento por parte de la sociedad, y la conciencia de la valía propia y de sus amigos, hicieron más estrecha la amistad entre los creadores. Esto favoreció el cultivo de esta clase de retratos que, como los de artistas, tienen esa misma sencillez y naturalidad, salvo en el caso de que se dediquen a figuras ya triunfantes. Tienen su correlato en el ámbito literario en el auge de la novela de artista y, en el musical, en algunos argumentos de óperas y poemas sinfónicos inspirados en el mundo de la pintura.

En el estudio

En el siglo XIX, la atención objetiva a todos los elementos de la vida cotidiana, junto con la particular reflexión del artista sobre su entorno inmediato y las circunstancias de su propia práctica pictórica, propiciaron el gusto por la representación de los ambientes de trabajo, es decir, de los estudios. En esas obras era frecuente la inclusión de algunas referencias, históricas o contemporáneas, que el artista consideraba valiosas para la filiación de su pintura. Por ello era común la representación, junto a las propias obras del pintor, de las de otros artistas apreciados por él, del pasado o del presente, de copias realizadas por el propio autor o de imágenes grabadas o fotografiadas. La presencia del cuadro dentro del cuadro denota, junto con el deseo de mostrar la nobleza del propio arte del pintor, una autorreflexión, característica de la modernidad.

Francisco Domingo Marqués, "Interior del estudio de Muñoz Degrain en Valencia", 1867. © Museo Nacional del Prado.

Francisco Domingo Marqués, ‘Interior del estudio de Muñoz Degrain en Valencia’, 1867.

Junto a ello, la presencia de los instrumentos de trabajo –pinceles, frascos o tubos de colores, paletas, lienzos, tientos, caballetes, espejos, espátulas, cinceles, escoplos, modelos en yeso o del natural, estampas y bocetos– es del mayor interés para comprender los aspectos materiales de la práctica de los artistas. También es significativo el modo de representarse el pintor, acompañado a veces de algunos amigos que observan su obra, pero con mucha más frecuencia solo en su atelier, enfrentado a sí mismo en su propio espacio de trabajo. El concepto mismo de estudio sufrió una radical trasformación en el último cuarto del siglo cuando el ejemplo de Mariano Fortuny, destacado coleccionista, se extendió entre los artistas, que se complacieron en rodearse de objetos de gran belleza que a menudo introducían en sus cuadros. Con la difusión de la fotografía se hicieron frecuentes las imágenes de los interiores de estudios, muchas veces encargadas por el propio artista para difundir no solo sus obras sino su espacio de trabajo, exponente de su personalidad.

Cinco ciudades

La exposición El Siglo del Retrato se enmarca en la alianza estratégica que la Fundación ”la Caixa” y el Museo Nacional del Prado mantienen desde 2011 para acercar al público parte del rico legado que conserva la pinacoteca. La muestra, que se podrá visitar hasta el 20 de octubre en CaixaForum València, finalizará su recorrido en CaixaForum Palma, tras su paso por los centros de la red de Barcelona, Zaragoza y Sevilla.