La joya de Britten llega por primera vez a Madrid bajo la batuta del director musical del Real, Ivor Bolton, y con dirección de escena de David McVicar, muy fiel a la dramaturgia de la ópera.
Benjamin Britten (1913-1976) compuso Gloriana para celebrar la coronación de Isabel II. Su solemne estreno se produjo en el Covent Garden de Londres el 8 de junio de 1953 con la presencia de los más altos dignatarios del Reino Unido y de la realeza europea, y resultó un estrepitoso fracaso, ya que la ópera retrata con crudeza un episodio poco digno de la atribulada vida de la reina Isabel I (1533-1603), que se debate entre sentimientos y pasiones demasiado humanos, sin el aura heroica que esperaba el público congregado para la ocasión.
Incomprensión
Ver a la mítica ‘reina virgen’ renacentista, ya en edad avanzada y en el apogeo de su reinado –en el que florecieron William Shakespeare, Francis Bacon o Christopher Marlowe– enamorada del joven (y casado) conde de Essex y actuando con ira y despecho, o despojada de su peluca en la intimidad de sus aposentos, supuso tal desconcierto para los asistentes que la crítica castigó a Britten sin compasión, confundiendo el valor intrínseco de la partitura con la inadecuación de su tema a las circunstancias de su estreno.
Después de un largo letargo, Gloriana fue poco a poco imponiéndose en la programación de los teatros por su calidad musical y dramatúrgica, que alterna momentos de magnificencia operística casi verdianos con escenas de intimismo, una orquestación refinada llena de evocaciones de la música renacentista –sobre todo de Purcell– y personajes herederos del teatro shakesperiano.
Joan Matabosch, director artistico del Teatro Real, considera que «ya va siendo hora de que nos olvidemos de las circunstancias del encargo y del estreno y valoremos esta maravillosa partitura por lo que es: una de las grandes óperas de Britten». Para David McVicar, «hoy podemos evaluar Gloriana sin prejuicios. Es una ópera magnífica, todas sus escenas son maravillosas y tiene una inmensa calidad».
Mundo corrompido
McVicar sitúa a la Reina en el centro de un mundo palaciego corrompido e hipócrita, que ella controla con mano de hierro, en la misma medida en que es atentamente vigilada por súbditos y cortesanos en una Europa inmersa en luchas religiosas y territoriales.
Isabel I se mueve en una escenografía depurada y conceptual de Robert Jones que enfatiza el trabajo actoral de los intérpretes. El rico vestuario isabelino concebido por Brigitte Reiffenstuel, inspirado en pinturas de la National Gallery de Londres, asume un carácter casi escenográfico. La ópera refleja así, en la escena, la ósmosis que traspasa también la música de Britten, escrita en el siglo XX pero impregnada de olores y colores renacentistas.
Ivor Bolton está al frente de un doble elenco encabezado por las sopranos Anna Caterina Antonacci y Alexandra Deshorties, que están secundadas por un reparto muy coral –Leonardo Capalbo y David Butt Philip (Robert Devereux, conde de Essex), Paula Murrihy y Hanna Hipp (Frances, condesa de Essex), Duncan Rock y Gabriel Bermúdez (Charles Blount, Lord Mountjoy), Sophie Bevan y Maria Miró (Penelope, Lady Rich, hermana del conde de Essex), Leigh Melrose y Charles Rice (Sir Robert Cecil, secretario del Consejo), David Soar y David Steffens (Sir Walter Raleigh, capitán de guardia)– y acompañadas por el Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real y los Pequeños Cantores de la JORCAM.
Será la séptima ópera del gran compositor inglés que se presenta en el Real desde su reapertura –Peter Grimes (1997), El sueño de una noche de verano (2006), La violación de Lucrecia (2007), Otra vuelta de tuerca (2010), Muerte en Venecia (2014) y Billy Budd (2016)–, además de las obras infantiles El pequeño deshollinador (2005, 2006 y 2008) y El diluvio de Noé (2007).
El estreno de Gloriana contará con la presencia de los más de 250 profesionales de la ópera congregados en el Teatro Real para la primera edición del World Opera Forum [1], lo que dará a este acontecimiento musical una proyección verdaderamente mundial.
Las funciones de Gloriana están patrocinadas por la Junta de Amigos del Real.
Una dama ruda y… refinada
Los poetas contemporáneos de Isabel I de Inglaterra solían aludir a la reina como Gloriana para magnificar su reinado, que abarcó desde 1558 hasta 1603. Una «dama brava y ruda, de bromas toscas, gestos plebeyos, cazadora incansable, se podía volver de pronto –escribe Lytton Strachey– una mujer de negocios, de semblante oscuro, cerrada durante horas con los secretarios, leyendo y dictando despachos, examinando con rigor los menores detalles de informes y mensajes. Al poco rato, deslumbraba la refinada dama del Renacimiento, porque eran muchas y brillantes las cualidades de Isabel. Dominaba seis lenguas, además de la propia, conocía el griego, era una notable calígrafa y excelente músico, era experta en pintura y poesía, bailaba al gusto florentino con una suprema distinción».
Basada en el estudio histórico de Strachey Elizabeth and Essex (1928), la ópera de Benjamin Britten no pretende magnificar la figura de la soberana sino penetrar en la complejidad y en las contradicciones de su carácter y de su actividad pública. El libreto está centrado en la fascinación de Isabel I por Roberto Devereux, conde de Essex, «el bello joven, arrogante y simpático, por sus maneras francas, su ánimo jovial, sus frases y miradas de adoración, su esbelta figura y noble cabeza, que sabía inclinar con tanta gentileza (…). Ella tenía entonces cincuenta y tres años, él menos de veinte, peligrosa conjunción de edades».
Como señala Joan Matabosch, director artistico del Teatro Real, «la ópera de Britten se atreve a profundizar en esta imagen oficial y mostrar lo que hay detrás de tanto oropel y esplendor: una mujer que envejece, que no puede dominar su cólera cuando se siente traicionada por el hombre que ama, que se siente obligada a anteponer el deber de su cargo a sus deseos como mujer y que es inteligente, responsable, refinada, astuta, ambiciosa, tiene un carácter fuerte, tiene una mente brillante y un dominio total del mundo masculino que la rodea, pero también está frustrada y es envidiosa, celosa, colérica y brutal. Es consciente incluso de que la suya es una posición frágil que la condena a desconfiar de sus seres más queridos: «Conocemos la diferencia entre confianza y amor –dice Isabel I en uno de sus discursos–. Sabemos que es necesidad amar a los pocos que se han ganado nuestra confianza, pero que nunca jamás se debe confiar en quienes amamos»».