Cunningham, uno de los grandes nombres de la fotografía del siglo XX, pone de manifiesto en su obra algo aparentemente muy sencillo: el cuerpo de la mujer es un envoltorio más de un ser humano. La fotógrafa retrata el desnudo de los cuerpos humanos mostrando el carácter atributivo que en realidad tiene el despojo de la ropa y, figurativamente, de todo aquello que nos pesa, condiciona y prejuzga.
En esta serie de fotos, la supuesta vulnerabilidad vinculada al desnudo desaparece. Reacción que se hace aún más obvia cuando los cuerpos que retrata Cunningham se incluyen en el paisaje de la naturaleza abierta y libre. Sin disfraces, la fotógrafa capta con su cámara el cuerpo como la forma que tiene el ser humano que lo habita.
Realiza fotografías con una mirada alejada de lo obsceno y de la cosificación. Una mirada cercana a la que tuvieron los griegos, quienes vinculaban la perfección al triunfo y la excelencia moral que mostraban sus cuerpos. En definitiva, Cunningham protagoniza con esta serie una “búsqueda apasionada de la forma y la belleza”, como explica su nieta, Meg Partridge.
Pero quizá el aporte más significativo de la manera de concebir el desnudo por parte de Cunningham es su tratamiento transgénero, que supone un avance clave en la historia de la fotografía artística y del arte en sí mismo. El desnudo tiene mucho que ver con el contexto y la intención, y la fotógrafa estadounidense supo revelar a sus compañeros y al mundo que en el arte el cuerpo de la mujer no tiene por qué ceñirse a sugerir sexualidad, representar divinidad o simbolizar procreación. Pone de manifiesto en sus fotografías el valor y la belleza del cuerpo en sí mismo.
Todo ello realizado con una técnica y arte fotográfico notable, donde también entra en juego la relación que mantenía con sus modelos, pues todos eran amigos o familiares (solo pagó a una modelo al principio de su carrera). Como dice su nieta, “muchas veces fueron los estudiantes de su clase, sus viejos amigos o las novias de los asistentes fotográficos quienes fueron sujetos de los estudios de desnudos”.
Sobre Imogen Cunningham
Su infancia transcurrió en una granja de Portland (Oregón), donde su padre –quien la llamó Imogen por la heroína de la obra de teatro Cimbelino de Shakespeare– contribuyó de manera decisiva a su educación, animándola a leer y a recibir clases de arte. Imogen decidió ser fotógrafa en 1901, influenciada por la fotógrafa Gertrude Kasebier. En 1907 se graduó en Química en la Universidad de Washington con una tesis sobre el proceso químico de la fotografía. Tras trabajar como asistente en el estudio fotográfico de Edward Curtis, en 1909 se trasladó a Alemania para estudiar en la Technische Hochschule de Dresde. A su regreso a Seattle abrió su propio estudio, adquiriendo gran popularidad por sus retratos, que expondría de forma individual en 1913 en la Brooklyn Academy of Arts and Science y en 1914 en la colectiva An International Exhibition of Pictorial Photography en Nueva York.
En 1915 contrajo matrimonio con el artista Roi Partridge, con quien tendría tres hijos, y con quien se mudaría a San Francisco en 1920. Dedicada a la vida familiar, tendría dos hijos más y seguiría desarrollando su obra fotográfica en los límites del hogar. En 1929, Edward Weston escogería 10 de sus fotografías para la exposición Film und Foto en Stuttgart y en 1932 fundarían, junto a otros fotógrafos como Ansel Adams el grupo f/64. Después de que Vanity Fair publicase varias de sus fotografías de la bailarina Martha Graham, se unió al staff de la revista, para la que retrató a celebridades y figuras políticas como Cary Grant y Herbert Hoover entre 1933 y 1936.
Tras separarse de su marido, en los años 40 desarrolló diversos trabajos comerciales y de estudio y en 1945 fue invitada por Ansel Adams a unirse al departamento de fotografía de la Escuela de Bellas Artes de California. Imogen Cunningham seguiría trabajando como fotógrafa hasta poco antes de su muerte a los 93 años.