«Necesito en mi obra una parte de incertidumbre y de sorpresa que yo no controle. Establezco los márgenes y sé que algo va a pasar cuando empiezo a trabajar. Lo puedo acotar pero nunca soy capaz de conseguirlo al cien por cien. Y es ahí cuando se produce una sorpresa, esa sorpresa es hija del ruido blanco, un especie de azar objetivo». Y la sorpresa llega como un rayo de luz por los negros profundos del pintor, que orquestan una sinfonía pictórica con óxidos, ocres y blancos rendidos.
En su obra hay huellas de duras batallas, incluso del uso de la fuerza. «Lo que estoy haciendo es analizar el comportamiento de la materia desde un punto de vista mucho más cualitativo», afirma. «Intento obtener unas propuestas visuales que vayan más allá de mi propio lenguaje, o del lenguaje del artista. Parto del signo para ver qué tipo de trabajo y qué técnica me puede interesar para su desarrollo, con estaño, resinas, con un relieve más o menos pronunciado. Lo que nunca me hubiera imaginado es finalizar un cuadro a través de martillazos».
Cuadros cuadrados y rectangulares, de proporciones áureas, Liébana expone además un manifiesto en el que invita a pensar en la obra no sólo como resultado, sino como proceso y resultado a la vez, de forma que el trabajo en el estudio se muestre tal y como es. Le interesa el conjunto y plantearse las posibilidades de la materia en su comportamiento ante cambios de fase. Esto lo hace único, por su riesgo experimental y por su conocimiento, que le permiten logros como incorporar el espacio a su pintura.
«Hasta ahora lo que había hecho era acentuar en mayor o menor medida el relieve, en negativo, o en positivo, pero sin salir del relieve. Sin embargo, ahora muchos cuadros son pintura y escultura a la vez, se han desarrollado pictórica y escultóricamente al mismo tiempo. Resultado y proceso juntos. Mis cuadros tienen una evolución, un desarrollo, y quiero que esté presente», concluye Liébana.