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Torres-García, un moderno en la Arcadia

Esta muestra presenta un recorrido que abarca desde sus primeras obras en la Barcelona de finales del siglo XIX –ciudad en la que llegó a ser uno de los pintores más reconocidos del llamado Noucentisme–, hasta sus últimas obras realizadas en Montevideo en la década de los años 40.

La exposición combina una aproximación cronológica a su producción de forma temática, enfatizando dos momentos fundamentales: uno, el período de 1923 a 1933, cuando participó en los movimientos de la vanguardia europea; y el segundo, de 1935 a 1943, cuando regresa a Montevideo para trabajar intensamente en su particular interpretación de la abstracción, proclamando la materialización de un arte universal.

Joaquín Torres-García fue uno de los artistas más complejos de la primera mitad del siglo XX, capaz de abrir nuevas trayectorias de trabajo para el arte moderno y con una individualidad radical que elude clasificación y estereotipos. Su obra es significativa porque conjugó las teorías de las vanguardias europeas con las formas artísticas de las culturas precolombinas, lo que denominó Universalismo constructivo.

Torres-García se mantuvo fiel a una visión del tiempo como colisión de distintos periodos, en vez de una progresión lineal. También fue singular al mezclar la alta cultura con la artesanía o con la producción industrial, como en sus juguetes transformables. Fue asimismo un gran pensador y pedagogo y difundió su teoría artística a través de escritos, conferencias, talleres y enseñanzas.

1891-1933: Barcelona, Nueva York y París

Nacido en Montevideo en 1874, hijo de madre uruguaya y de padre español, su familia regresó en 1891 a Cataluña, tierra natal de su padre, contando él con 17 años de edad. Eran los años del despegue del Modernismo en los que el joven artista coincidió con Joaquim Mir, Isidre Nonell, Joaquim Sunyer, Pablo Picasso, Josep Maria Sert y los hermanos Joan y Julio González.

En la ciudad condal orientó su pintura hacia la inspiración neoclásica que cristalizó en lo que Eugeni d’Ors bautizó como Noucentisme, movimiento artístico catalán que retomaba la tradición clásica y humanista de la cultura mediterránea, en concreto las formas e ideas de la antigüedad griega, y que se caracterizaba por expresar el anhelo de una Arcadia perdida. La casa que más adelante erigió en Tarrasa, Mon Repòs, denotaba esta influencia griega en la arquitectura y en los murales que él pintó en sus habitaciones.

En los primeros años del siglo XX dictó clases de plástica en Mont d’Or, un centro de educación progresista en Barcelona, y colaboró con el arquitecto catalán Antoni Gaudí en la realización de vitrales para el templo de la Sagrada Familia.

Según cuenta Torres-García en el libro Historia de mi vida, Gaudí no supo apreciarlo como artista aconsejándole que se dedicara a la docencia. En 1910, por encargo oficial, pintó los paneles del pabellón uruguayo de la Exposición Internacional de Bruselas. A partir de 1918 comenzó a experimentar la influencia de las vanguardias, al tiempo que conocía a pintores innovadores, como el también uruguayo Rafael Barradas, Robert Delaunay, Piet Mondrian y Theo Van Doesburg, entre otros.

Considerado uno de los pintores más relevantes de la Barcelona de principios del siglo XX, entre 1912 y 1918 se dedicó a a lo que había de ser su obra más representativa: el conjunto de pinturas al fresco del Saló Sant Jordi del medieval Palau de la Generalitat, sede entonces de la presidencia de la Mancomunitat de Catalunya. El encargo fue revocado por el entonces presidente de esta institución, el arquitecto Josep Puig i Cadafalch, siendo los murales cubiertos en 1925 por otra decoración.

Ante la creciente tensión política en España al final de la Primera Guerra Mundial, a los 46 años años de edad el artista se mudó a Nueva York en 1920 con su mujer y sus hijos. La ciudad le fascinó por su modernidad y allí comenzó a producir en serie –bajo la marca comercial de Aladdin Toys– unos juguetes de madera que había ideado en Barcelona y que exploraban la noción de la estructura transformable.

Aunque en Nueva York se relacionó con artistas de estilos modernos, expuso y vendió obra, los apuros económicos le hicieron regresar a Europa con su familia en 1922, en donde vivieron en varias localidades de Italia y Francia antes de establecerse en París en 1926.

En 1930 y con el crítico Michel Seuphor, Torres-García fundó en París el grupo y la revista Cercle et Carré, y organizó en la Galerie 23 una de las exposiciones de arte más importantes de la época.

A este movimiento se sumaron los principales artistas abstractos y constructivistas: Piet Mondrian, Sophie Tauber-Arp, Fernand Léger, Jean Arp o Georges Vantongerloo, entre otros. Pero la abstracción geométrica pura resultó insatisfactoria para quien ya estaba dando forma a su propia propuesta artística: el Universalismo constructivo, según el cual el arte se construye en base a una estructura colmada de signos y símbolos, reflejando así un orden universal. Su empeño en seguir este camino, así como la crisis de mercado que también aquejaba ya al arte moderno durante los años 30, le movieron a abandonar París para instalarse un año en Madrid, antes de regresar con sesenta años a Uruguay.

1934-1943: Montevideo

Volvió a Montevideo en 1934, ciudad en donde residió hasta su muerte en 1949 y en la que se convirtió en una figura cultural y académica que dejó una influencia duradera en el arte latinoamericano. Desde su regreso, además de seguir con su infatigable expresión artística, ofreció conferencias, dio clases y dejó numerosos escritos que ahondan en su particular concepción del arte.

Creó la Asociación de Arte Constructivo, en donde exploró el arte precolombino y subrayó las afinidades entre dicha tradición y el constructivismo de vanguardia, considerando en el mismo nivel estético, artístico y teórico las culturas indígenas americanas y las modernas culturas europeas. La asociación desembocó en el Taller Torres-García, un lugar de reflexión sobre la función del constructivismo y la abstracción en la elaboración de un arte americano, así como un laboratorio para la creación con técnicas y materiales tradicionales y modernos. En ese espíritu creó una de las imágenes más destacadas del modernismo latinoamericano, un mapa invertido de América del Sur que proclama el Sur como su propio Norte. Los componentes del taller compartían la creencia de la visión transformadora del artista y su responsabilidad social. Estos jóvenes artistas realizaron trabajos en pintura, escultura, madera, hierro, mobiliario, murales, textiles y proyectos arquitectónicos.

La década final de su obra está caracterizada por un notable regreso al color y un renovado interés por las obras públicas monumentales. La muestra concluye con sus obras tardías, que cierran el círculo de su obra completa y resumen sus contribuciones a la modernidad.

Para el comisario de esta retrospectiva, Luis Pérez-Oramas, el artista trabajó sobre la idea del arte como “un lenguaje cuya universalidad estaría fundada en un crudo esquematismo” y en “tiempos opuestos en los que se condensa lo moderno y lo arcaico”. Su trabajo ha fascinado a generaciones de artistas en ambos lados del Atlántico, especialmente en las Américas, lo que le ha hecho merecedor de esta nueva valoración crítica en la historia del arte occidental.

Esta exposición ha sido organizada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York en colaboración con el Museo Picasso Málaga y la Fundación Telefónica. Se trata de la primera vez que la pinacoteca malagueña expone monográficamente la retrospectiva de un artista de la vanguardia latinoamericana.

Picasso y Torres-García

Joaquín Torres-García y Pablo Picasso coincidieron en Barcelona, ciudad a la que ambos llegaron siendo muy jóvenes. Fueron alumnos, en diferentes épocas, de la Escuela Oficial de Bellas Artes de Barcelona, más conocida como la Llotja. Coincidieron por primera vez en 1896, en una exposición colectiva, cuando el uruguayo con 22 años presentó cuatro acuarelas y Picasso, con sólo 15, su óleo Primera comunión.

Los dos destacaron muy pronto en los círculos artísticos de la ciudad y debieron encontrarse y tratarse, bien en establecimientos como Els Quatre Gats, bien en la Sastrería de Solé, quien hacía trajes a los artistas que se lo solicitaban a cambio de cuadros. Publicaciones de la época como Pèl & Ploma o el Almanach dels noucentistes de Eugeni D’Ors, recogen colaboraciones y reseñas de las obras de ambos creadores. Sus caminos se separaron en 1904, cuando Picasso se trasladó definitivamente a París.

La visita de Picasso a Barcelona en 1917 con motivo de la representación del ballet Parade, para el que el malagueño había diseñado los vestuarios y decorados, reafirmó la opinión de Torres-García sobre el artista. Fascinado, calificó su trabajo como la llegada, por fin, de “arte verdadero” a la ciudad.

Aunque no mantuvieron una relación personal fluida, Torres-García le visitó y coincidió en algunas ocasiones con Picasso en París e incluso comenzó a escribir un libro sobre el malagueño, titulado Picasso visto por un pintor. El distanciamiento entre ambos acabó con el proyecto, del que sólo se conserva la cubierta del mismo en Montevideo ya que Torres-García, tal como relata en sus memorias, “echó el libro al fuego y así perdió un buen contrato con un editor”.

Una vitrina en la exposición del Museo Picasso Málaga muestra una imagen de esta cubierta, así como varias cartas conservadas en el archivo del Musée national Picasso Paris, que forman parte de la correspondencia inédita que mantuvieron Torres-García y Picasso sobre este proyecto que nunca vio la luz.

Sobre la exposición

LÍNEA DE TIEMPO [1]

NUESTRO NORTE ES EL SUR [2]

DÍA CON TORRES-GARCÍA [3]

SEMINARIO ABSTRACCIONES HÍBRIDAS [4]

FOLLETO [5]