La apuesta era, a partes iguales, tan ingeniosa como chocante. Actores haciendo de sí mismos, discutiendo y enfrentándose a sus propias historias, –dirigiéndose con brío al patio de butacas: algo que, confieso, me pone especialmente nerviosa–, mientras esperas, con la paciencia que te dejan los prejuicios y la fascinación de las expectativas maquilladas, que llegue lo prometido: una gran adaptación de la obra original de Antón Pávlovich Chéjov, padre del naturalismo moderno.
Aún con el aliento contenido por la mascarilla y por todos esos meses de interrupción del mundo en escena, casi sin querer, la obra fue dibujando un relato en el que nos retratábamos a nosotros mismos en estos tiempos tan imprevisibles y donde aún resuena ese “se puede ser pobre y feliz”.
Adaptación de Álex Rigola, –en su noveno trabajo sobre el escenario de Fernández de los Ríos–, Mónica López, en su papel de Arkádina; la debutante Roser Vilajosana; Irene Escolar, que hace de la protagonista de la obra, Nina; Xavi Sáez; Nao Albet como Tréplev, y el actor-dramaturgo-director Pau Miró se atreven a mezclar esa gaviota original de la historia del escritor ruso con el fin último de reflexionar sobre la imposible búsqueda de la perfección artística, del amor (siempre) verdadero y (nunca) correspondido, de la frustración que impone la naturaleza sobre nuestra existencia liviana, serpenteante y muchas veces insatisfecha.
El cóctel de emociones se respira entre un público tan impactado como impávido, partícipe de una escena efervescente, irregular, en la que los personajes se dejan vivir, se encuentran con pasión desmedida y se despiden o se enfrentan sin armas y llenos de rencor. Es el elevado precio a pagar por estar vivo.