Reconstruir la heterogénea obra de Friedlander supone sumergirse en un mundo cargado de elementos cotidianos y reconocibles pero que, tras una segunda reflexión, adquieren un significado distinto, más completo. Considerado uno de los artistas fundamentales del siglo XX y tras más de sesenta años fotografiando a diario, continúa renovando su lenguaje. En esa búsqueda de metáforas visuales de difícil comprensión, pese a su aparente cotidianidad, su mirada crítica ha reflejado, aun con unos propósitos estrictamente formales, la enormidad y el caos de la sociedad estadounidense.
Friedlander comenzó a fotografiar durante sus años de instituto. Tras graduarse viajó hasta California para estudiar en el Art Center School of Design de Los Ángeles. Desencantado con las clases, asistió a las del pintor y fotógrafo Alexander Kaminski, que se convertirá en amigo y mentor. En 1956 se establece en Nueva York, donde trabaja para revistas como Esquire, Holiday o Sports Illustrated. Además realiza por encargo retratos de algunos de los músicos de jazz más importantes para portadas de discos de vinilo. Paralelamente desarrolla su obra de forma independiente, en un momento en el que la fotografía todavía no había adquirido su estatus definitivo como expresión artística.
En 1962, con tan solo 28 años, ya había alcanzado la madurez como fotógrafo, tal y como mostró con su primera exposición colectiva en el MoMA, The Photographer’s Eye (1964). Poco antes le habían pedido que describiera el objeto de su trabajo: el “paisaje social americano”, dijo. En 1966 participó en la George Eastman House de Rochester en la muestra Toward a Social Landscape, junto a Bruce Davison y Garry Winogrand, y al año siguiente en la modesta pero icónica muestra New Documents, organizada por John Szarkowski también en el MoMA. En ella Friedlander estuvo acompañado de nuevo por Winogrand y, además, por Diane Arbus.
Años sesenta
Desde su llegada a Nueva York hasta 1970 su trabajo por encargo le obliga a viajar en automóvil por todo el país, lo que redunda en su trabajo más personal y artístico. Los años sesenta son de una prolífica producción, en la que abundan los retratos de músicos de jazz (realizados por encargo de Marvin Israel, director de Atlantic Records) y las únicas fotografías a color que encontramos a lo largo de su trayectoria.
Además, Friedlander, apasionado de la música, visita Nueva Orleans en numerosas ocasiones, retratando la vida y la cultura de la ciudad en imágenes que recoge posteriormente en tres de sus libros: The Jazz People of New Orleans (1992), por el que obtuvo su primera beca Guggenheim; American Musicians (1998) y Playing for the Benefit of the Band (2013). Junto a estas imágenes aparecen otros proyectos de carácter más personal. Es el caso de The Little Screens, un conjunto que pertenece (exceptuando una) a las Colecciones Fundación MAPFRE y en el que aparecen elementos que serán recurrentes a lo largo de su trabajo, como la unión de objetos dispares que en su asociación generan ironía y humor. En este caso utiliza los televisores, elementos cotidianos en todas las casas estadounidenses durante aquellos años.
Emulando a artistas como Walker Evans o Robert Frank, recorre los distintos estados en un verdadero road trip. Compone sus fotografías a través de yuxtaposiciones de imágenes que las transforman casi en collages y en las que aparecen las sombras que produce la cámara e incluso la del propio artista: es el caso de Cañón de Chelly, Arizona, 1983, un ejemplo de autorretrato creado con su propia sombra. De esta época son también sus primeros viajes por Europa.
Depuración y subversión
Durante los años setenta va depurando su lenguaje y las anteriores yuxtaposiciones disminuyen, en una organización del espacio que resulta menos caótica. En Albuquerque, Nuevo México, 1972, todos los objetos se contemplan con la misma nitidez, incluso aunque algunos estén más lejos que otros, como si el fotógrafo hubiera encontrado “el encuadre decisivo”, emulando a Cartier-Bresson y su “instante decisivo”. En las fotografías del francés da la sensación de que las cosas ocurren en un instante. Si el espectador cierra los ojos y los abre a continuación la escena habrá desaparecido, ya no será la misma. Sin embargo, en fotografías como la citada de Friedlander si la persona que contempla la imagen los cerrara al abrirlos de nuevo todo seguiría en su sitio.
En 1976 publica The American Monument, con más de doscientas fotografías realizadas entre 1971 y 1975 a partir de monumentos más o menos desconocidos de distintas ciudades. Estas imágenes enlazan con la fotografía documental como ninguna otra de sus series. Una tradición que comienza con Eugène Atget, el fotógrafo conocido por representar de manera sistemática la ciudad de París y sus alrededores y cuya obra le influyó notablemente.
Father Duffy. Times Square, New York City, 1974, es una de las pocas imágenes de esta serie en la que el motivo protagonista de la composición aparece en primer plano. Sin embargo, debido al telón de fondo que le rodea, formado por numerosos edificios y un gran cartel de Coca-Cola, la construcción parece inadecuada y extraña en el entorno.
Esta subversión de las reglas de la fotografía se hace evidente también en sus desnudos y autorretratos. En los primeros no existe la idealización propia de la tradición pictórica, pues tal y como señala Carlos Gollonet: “Friedlander no hace fotografías de desnudos, sino que estos se convierten en fotografías”. Los cuerpos podrían ser cualquier otro objeto y lo mismo ocurre en sus autorretratos, en los que no hay ningún afán de narcisismo o introspección psicológica, pues el artista se presenta como un motivo más en el discurrir de la vida cotidiana.
Los retratos de familia tienen un acercamiento algo distinto. Se trata de imágenes familiares que aparentemente podrían haber sido tomadas por cualquiera de nosotros, pero muestran el mayor cariño y respeto, lo que no quiere decir sentimentalismo. Maria, Las Vegas, Nevada, 1970, es una de las imágenes más conocidas de su esposa, con la que convive desde hace más de sesenta años. Es evidente el afecto que siente por ella, lo que no evita los reflejos o que aparezca la sombra del artista para crear una yuxtaposición entre los motivos de la composición.
Como él mismo señala: “Los fotógrafos siempre luchan por evitar su propia sombra y yo siempre he creído que es una criatura graciosa, de modo que le dejé entrar por un tiempo (…). Al principio mi propia presencia en las fotos era, a un tiempo, fascinante y perturbadora. Pero conforme pasó el tiempo y comencé a explorar otras ideas en mis fotos pude reírme un poco de esos sentimientos”.
En 1990 cambia su 35 mm por otra de medio formato tras haber probado con distintas cámaras panorámicas para poder capturar la inmensidad del desierto de Sonora. El artista había crecido en las montañas, en el oeste y, aunque es más conocido por sus imágenes de paisaje urbano, buena parte de su producción se centra en la naturaleza y sus formas, así como en el paisaje agreste.
Hay varios proyectos de Friedlander que tienen el mundo orgánico como protagonista. Algunos de ellos fueron desarrollados durante años, mientras que otros se materializaron en poco tiempo. En 1981 realizó Flowers & Trees y, un poco más tarde, Cherry Blossom Time in Japan, en el que incluye imágenes de sus viajes a este país con los cerezos florecidos en primavera.
De este período son también distintos proyectos que realiza por encargo, como en el que documenta la zona industrial del valle del río Ohio. Una serie que verá la luz en una exposición individual y en la publicación Factor Valleys, 1982, compuesta por 194 imágenes. Sus siguientes proyectos relacionados con Factor Valleys, como los estudios de teleoperadores de Omaha –Omaha, Nebraska, 1995–, se centran también en las personas. En estas fotografías de gran formato los individuos no posan y su cercanía con el artista es tal que da la sensación de que esas cabezas están hablando con él a través de sus cascos o quizá con el espectador que contempla la imagen.
Coche y maniquíes
Desde el año 2000, a partir del cual Friedlander utiliza de forma habitual su nueva cámara de medio formato, los motivos que captura adquieren mayor entidad y los espacios se hacen más abarcables gracias al formato cuadrado de la Hasselblad. Esa nueva dimensión del espacio hace que la cercanía del fotógrafo con los motivos que representa y de estos con el espectador sea cada vez más evidente. Así ocurre en las imágenes que conforman el libro America by Car, publicado en 2010. Se trata de un trabajo de dos años de duración en el que recorre cincuenta estados del país en coches alquilados.
No es un tema nuevo, pero en esta ocasión utiliza el interior del coche como marco fotográfico para encuadrar sus paisajes desde un punto de vista que resulta familiar para todo aquel que haya viajado por carretera. El resultado son imágenes que incluyen sombras, volantes, salpicaderos o retrovisores entre los que se cuelan puentes, monumentos, iglesias, moteles o bares llevando al extremo la complejidad de las composiciones a partir de una técnica en realidad muy sencilla: el marco –del parabrisas o de la ventanilla– dentro del marco –de la cámara de fotos.
En 2012 vuelve a pasear por las aceras de ciudades como Nueva York o Los Ángeles y realiza un conjunto de imágenes que agrupa bajo el título de Mannequin. En esta ocasión rescata su Leica de 35 mm y juega una vez más con los reflejos de los edificios y de los viandantes en los escaparates. En el interior de estos, uno o varios maniquíes se exhiben en distintas poses, casi como si fueran modelos de carne y hueso. A pesar del juego que realiza con los reflejos y el caos que una vez más aparece en la composición de las fotografías, el artista mantiene una lógica subyacente. No hay que considerarlas una crítica explícita al consumismo, tampoco una copia de fotografías anteriores, sino una reflexión sobre su obra, algo que, por otra parte, Friedlander hace constantemente para que el espectador también reflexione con él.
– Esta exposición ha sido organizada por Fundación MAPFRE en colaboración con la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes.
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Inspiración
En su obra, señala Carlos Gollonet, Friedlander contrarresta los ideales de la práctica moderna mirando hacia la cultura popular en busca de inspiración, de forma parecida a como lo hacía el arte pop, rompiendo así los medios de representación tradicionales. Para ello incorpora un repertorio banal, crea argumentos visuales confusos y sacude al espectador con un sentido de la ironía derivado de yuxtaposiciones de objetos e ideas aparentemente inconexas que contrasta con la seriedad de los antiguos profesionales.