Recuerdo salir por primera vez de La voluntad de creer (premio Max 2023 a mejor espectáculo de teatro) con la misma pregunta que la obra plantea: ¿qué hace que algo sea verosímil?, y con el pecho satisfecho por haber reído en colectivo, mientras el drama se desplegaba sobre un tiempo (90 minutos) cosido con ternura.
Recuerdo también la sensación de haber estado jugando con mi propia percepción, que era la de todo el público, y de querer palpar con mis propias manos un texto que sentí como una llamada a desaprender. Porque el que aprende sabe, no cree, y ya no busca.
Hay en el teatro que escribe y dirige Messiez una llamada a parar, a mirar lo concreto y pequeño para adivinar lo general, lo ya grande. Hay palabras que oímos constantemente, pero que gracias a él ahora escuchamos de verdad, como quien se para a saborear una melodía. Escribe dejando pausas, huecos en un blanco luminoso por donde asomarnos, creando un remanso de reflexión y consciencia.
Hay también poesía, que no es otra que la que ofrece el mundo, la que se esconde entre las caricias del encuentro humano. Hay en Pablo Messiez una forma de mirar (el teatro, la vida) muy cercana a la amistad, envolviendo el tiempo que estamos juntos (público y obra) en una intimidad amable.
Dice el mismo autor, por boca de Silvia Pérez Cruz, que:
«Nombrar es imposible,
Y puede ser bello intentar lo imposible;
Pero cada vez que hablamos
Algo queda fuera de los nombres.
Cada palabra
Omite la única parte única de aquello que quiere decir.
Nombrar es olvidar…».
«Para mí el teatro es la posibilidad de compartir un espacio elegido»
A.B. Me dirijo a encontrarme con el autor y director de la obra para llevar a cabo el acto de olvidar, intentando nombrar aquello que compone su imaginario. Su mundo interior y su forma de construir pactos.
Un café mediante y una terraza al sol de Madrid, este será el territorio compartido con Messiez. Intentaré evitar preguntarle qué es voluntad y qué creencia, cuestiones que entiendo que ya le han planteado muchas veces respecto a la obra. A mí me interesa saber en qué cree uno de los autores más relevantes de nuestro panorama contemporáneo.
Empiezo preguntando algo que tal vez debería dejar al final, pero que a mí me aparece ahora, tal vez para protegerme como entrevistador o porque empezando por aquí vamos directos a la raíz, que es de donde quiero partir para llegar al fruto que nos ofrece, ese al que le ha puesto por título La voluntad de creer.
– ¿A qué pregunta le gustaría responder?
Es difícil contestar porque voy a los encuentros abierto a ver qué pasa, y no me detengo a pensar qué me gustaría que me preguntaran. Al final, lo guay de estos encuentros es escuchar qué preguntas despierta la obra, porque la obra ya es en sí una pregunta, ver lo que le hace a las personas que se interesan por ella.
– ¿A qué le gustaría dar respuesta con La voluntad de creer?
A preguntas que no tienen respuesta, como ¿qué estamos haciendo aquí?, ¿cómo usamos el tiempo?, ¿qué quiere decir estar juntos? o ¿cómo convivir?, porque todas mis obras son un ejercicio de convivencia.
– ¿Qué significa para usted la palabra realidad?
Es un pacto que vamos haciendo y que se mueve. Está bastante ligada a la mirada, a lo que vemos, y la mirada está bastante atada a la palabra, porque lo que vemos es lo que podemos nombrar. Entonces, la realidad es aquello que acordamos que sea.
– ¿Y la ficción?
Para mí es lo mismo. La diferencia entre realidad y ficción, o el mirar el mundo desde esta dicotomía (como hacemos desde Occidente), no ayuda mucho. En vez de abrir, cierra, y es una clasificación mentirosa, porque al final ambas necesitan del lenguaje para existir. Cuando empiezas a mirarlas de cerca ves que hay mucha ficción en la realidad y mucha realidad en la ficción. Entonces, ¿sigue siendo productivo pensar la vida en esos términos? o ¿qué tipos de pensamientos provoca pensarla así? En los últimos tiempos se ha reforzado un movimiento que discute el binarismo en el género, y creo que lo mismo debería pasar con la supuesta idea de realidad opuesta a la ficción. No creo que ayude mucho a pensar la experiencia de vivir separar realidad de ficción.
– ¿Qué le supone generar ficciones?
No las pienso como ficciones. Es generar pactos, como la realidad, pero otros. Generar encuentros y sostener, con toda la entrega que se pueda, ese pacto que le da sentido al encuentro.
– ¿Qué es la palabra?
Una herramienta para poder convivir, lo que permite ese pacto. Pero también la palabra siempre es insuficiente, nunca llega a nombrar lo que quiere nombrar. Por ejemplo, la palabra mesa: ahí entran todas las mesas, entonces, al decir «hay una mesa» dejas de ver el detalle. La palabra, en un punto, es un borrador del detalle, de lo singular de cada cosa. Pero a la vez es maravillosa, porque habilita un tipo de experiencia, aunque a la vez quita ambigüedad, quita potencia a esa misma experiencia.
– ¿Y qué supone nombrar?
Creo que es un acto muy bello, porque nace del deseo de entenderse. Nombrar supone necesitar estar con otros.
– ¿De dónde surge su escritura?
De las ganas de hacer teatro. Y estas ganas surgen de intentar entender. No escribo nunca en general, escribo para hacer la obra que quiero hacer.
– ¿Y qué le catapulta a escribir?
Son cosas que van apareciendo y sucede que nacen en la obra anterior. Hay algo en la obra previa que es el germen de la que le sigue. Por ejemplo, la obra precedente con este grupo, semilla para La voluntad de creer, fue Las canciones, y en ella, por algo que sucede en el intermedio, adquiría mucha relevancia la presencia del público. A partir de ese foco movido de la escena al público me interesó dirigir la atención ahí. Y es ahí donde nace La voluntad de creer.
– ¿Qué es para usted el teatro?
Esta es difícil, porque me lo pregunto todo el tiempo… La posibilidad de compartir un espacio elegido, cuando fuera nos toca estar solos o compartir espacios no elegidos. Eso sería el teatro.
– ¿Y el público?
Es el sentido de todo, y cada vez más. Esto no fue así desde que empecé a hacer teatro, pero, según fui avanzando, se hizo cada vez más relevante la necesidad fundamental de la presencia del público, no para que mire, sino para que construya con su mirada y le dé sentido a «eso que pasa ahí». Ahora sólo pienso las obras teniendo muy en cuenta eso, que el foco está ahí, que no es que haya que darles algo, sino que hay que pedirles.
– ¿Cómo llevar esta idea de contacto a la máxima expresión?
Hay que buscar los modos, pero siendo el público el elemento fundamental para que haya teatro es una pena que esté tan predeterminado por la arquitectura el lugar que ocupa en la mayoría de los teatros. Sería ideal (y algunas salas lo permiten) poder trabajar empezando por saber dónde va a estar situado, qué tipo de relación de proximidad o distancia va a tener con lo que pasa en la escena. Artaud, en uno de los textos, propone poner al público en el centro, y me parecería alucinante hacerlo así y que la obra sucediera a su alrededor, viendo cada uno una cosa. Tenemos que poner en duda cuanto más mejor el lugar donde está sentado el público y la distancia que tiene con los demás.
– ¿Hay otros medios o espacios, más performativos o no teatrales, en los que le gustaría experimentar?
Me encantaría pensar siempre el teatro como performance, en el sentido de poner en valor la repetición pero también la cualidad del presente. Creo que el teatro puede aprender mucho de la performance. Lo que decíamos de las palabras –separan la experiencia– y separar el teatro de la performance no le hace bien al teatro. Por el edificio y por el tipo de cuerpo, de actuación. A veces el teatro está capturado en el oficio. Obras que se supone que son maravillosas (y lo son en un sentido) y actuaciones que se supone que son maravillosas (y lo son en un sentido en cuanto a dominio de un oficio) carecen de peligro. Son la exhibición de una pirueta. Y a mí eso no me interesa. Me interesa cada vez menos. Que cada uno haga el teatro que quiera, pero yo eso no. Esas obras en las que está bien todo: está bien escrita, bien actuada… pero está todo ya resuelto, no hay ni una grieta por donde entrar. Esas obras no me interesan.
– ¿Cuál es su relación con la música y cómo interviene en sus obras?
La música y la danza son para mí lo más fascinante, porque justamente pueden generar acuerdos sin palabras. Es el otro lenguaje. Me encanta la música, vivo escuchándola. En todas mis obras hay mucha y también procuro, cada vez más (antes no lo hacía), pensar los textos como música. Entonces, al final, las indicaciones con el texto tienen que ver con ritmo, intensidad, con cuestiones musicales y nunca con el sentido.
– En sus obras hay mucha musicalidad y un ritmo muy marcado, incluso al leer sus textos se aprecia musicalidad…
Sí, eso lo empecé a hacer en los últimos textos, a cortarlos en versos, para que esté ya en la matriz del texto el ritmo que quiero que tenga.
– ¿Y cuál es el peso de la música en su obra?
Para mí es la obra. Quiero que la obra sea música. Y el intento más radical fue mi última obra, Los gestos [estrenada en el CDN el 1 de diciembre], en el sentido de que lo que contaba no importaba tanto, se perdía enseguida.
Me interesa cada vez más pensar mis obras como música y como danza. Esta separación teatro-música-danza como cosas distintas es falsa. El dispositivo es el mismo (entendiendo que todo sucede en vivo), y no tiene nada que ver el cuerpo de quien graba un disco con el que canta en vivo. Son habilidades distintas. Por eso, en mis talleres, cuando trabajo con actores, insisto en que trabajamos la actuación para la escena, que muy probablemente muy pocas cosas de las que hacemos les vayan a venir bien para el audiovisual.
– ¿Desde dónde trabaja la música? ¿Desde lo intuitivo o desde el estudio exacto?
Es algo intuitivo. Estudié música, pero abandoné a los 12 años, cuando empecé a hacer teatro. Me quedé escuchando música. Sí que, cuando hicimos La verbena de la paloma para el Proyecto Zarza del Teatro de la Zarzuela, volví a tomar contacto con una partitura y flipé. Estaba feliz de mirarla y entender la relación de lo que ponía con lo que sonaba, y tener algo tan concreto y objetivo organizando el material me parecía extraordinario.
Por otra parte, hace mucho tiempo que quiero hacer un musical, no es que sepa cuál, aunque tenga algunas cosas que me gustan, y me gustaría también volver a la zarzuela o montar alguna ópera. Hacer algo en donde el público ya esté acostumbrado a que la música importe, porque a veces en el teatro cuesta. Desde la mirada de quien va a ver una obra de teatro, si no está claro de qué va la cosa, se generan algunas tensiones, que está bien que se produzcan. Ahora, cuando haga alguna ópera (si es que la hago) a lo mejor se meterán con la escena. Al final se trata de equilibrar. En realidad poner en valor la música es por dialectizar el texto, que al final parece ser lo que más importara en el teatro, y en cambio en la ópera hace falta lo otro, poner en valor lo escénico para dialectizar el lugar de la música.
– Volviendo a La voluntad de creer, ¿qué le aportan los ensayos?
La confianza. La confianza absoluta de todo el mundo con todo el mundo. Si hay alguien que, consciente o inconscientemente, tiene algún tipo de inhibición en este sentido se pudre la manzana. Y que sea placentero… Que sea tan exigente como placentero. Que den ganas de ir. A mí me importa que la gente tenga ganas de venir a los ensayos.
– ¿Cómo surge la idea de esta obra?
En el deseo de poner el foco en el público, y enseguida pensé en cómo funciona la creencia, qué hace que podamos creer en algo, y me acordé de la película Ordet, que vi cuando estaba en la facultad y me flipó, porque era un mundo que me resultaba totalmente ajeno. Yo era ateo (más en ese momento que ahora. Ahora no es que crea en Dios, pero no soy tan pedante, y dudo). Siendo casi un adolescente, ateo radical, ver una película que va de la fe y la resurrección, y llorar deseando que se diera ese milagro, pensaba ¡qué fuerte!, ¿cómo esto que me está afectando de esta manera va a ser menos real que la clase de matemáticas que tuve hace unas horas? Tengo muy atada la experiencia de ver esa película con la pregunta acerca de la creencia.
– ¿Cómo fue el trabajo que hizo con el elenco?
Trabajamos mucho sobre el espacio, la relación de los cuerpos con el espacio y sus límites. La improvisación de la entrada del público nos ocupó muchísimo tiempo, para poder lograr ahí un estar que no fuera cotidiano, que estuviera como si fuera un juego, un deporte, para que luego, en la función, no ganara el realismo y que los cuerpos significaran simplemente con estar cerca o estar lejos. Así que fue un trabajo muy físico, y para ello trabajamos con la coreógrafa Elena Córdoba. Hay unas reglas del juego y luego lo que pasa es como ir a practicar un deporte, no sabes qué va a pasar. Es gradual y hay normas. Por ejemplo, no pueden estar todos mirando al público, algo que a veces olvidan, porque es muy difícil trabajar con un número de personas que no paran de llegar.
– ¿Y con el resto de departamentos?
Todo va unido. De entrada, el planteo de la obra desde la dramaturgia es el mismo para la luz y para el vestuario, y para la interpretación y los cuerpos. Empezar del grado cero (que es la realidad) y, de a poco, ir dejando entrar a la ficción. Lo que queda dicho va ocupando espacio. El viaje, en realidad, es de lo que parecía ser la realidad a lo que parece ser la ficción. Pero este viaje no es otra cosa que estar de acuerdo. Y con la luz hicimos el mismo planteamiento, ir de una luz con colores (como en la realidad) hacia otra que imite el blanco y negro, una luz sólo blanca. Luego, con los vestuarios, lo mismo, partir con ropas que puedan parecer ropa de calle y según va avanzando la ficción se van contaminando del espacio ficcional del final. Va todo junto, yo planteé que quería hacer un viaje del color al blanco y negro entendiendo el lugar del blanco y negro como lugar de esta supuesta ficción (o de la otra realidad que plantea la obra) y ahí salió un trabajo superpreciso, que hicieron tanto Carlos Marquerie, para la luz, como Cecilia Molano, para el vestuario.
– El tiempo siempre tiene un espacio en sus obras, ¿qué nos puede decir sobre él?
El tiempo es fundamental en el teatro, porque el teatro sólo existe en la duración. Tiene una cualidad muy singular, que es la del tiempo compartido. Desde que empieza la obra, que lo hace cuando el público entra a la sala, empieza una realidad, una nueva historia común, una patria nueva que es esta gente que está ahí reunida. Entonces la obra va generando su propia historia y sus propios recuerdos, aunque sean cercanos. Y el tiempo es espacio al final, porque la duración sucede en espacio, no puede suceder en abstracto. El tiempo es como una comprobación de la reunión.
– ¿Y el presente?
«El presente es el protagonista del tiempo». Esto no es mío, lo dijo Eduardo Chillida. Es lo inasible, aquello que se nos está escapando todo el tiempo.
– La muerte también presente…
Morir en la escena es lo imposible. Porque es aquello de lo que no se vuelve, de lo que no podemos hablar, y la escena, todo el tiempo, es el lugar en el que estamos. Por eso morir es un acto imposible en la obra. Morir es el gran misterio.
– Y la familia…
Es otro misterio. Así, por azar, se es parte de la historia de un grupo de personas, y compartes sangre y cosas materiales por el puro azar del encuentro «alguien con alguien». Entonces es punto de encuentro en azar y destino, como diría otro. Otro gran misterio. Todos los otros son un gran misterio.
– Siempre hay cierta disfuncionalidad en las familias que plantea, pero al mismo tiempo pienso: ¿En qué familia no hay disfuncionalidad? Para mí, esta disfuncionalidad sería la gran realidad y, de repente, entra la ficción a salvar a esta familia, a unirla desde diferentes lugares. La música, en sus obras, también contribuye a esta salvación quasimágica, vincula a sus personajes, salvándoles…
No lo había pensado y me parece bonito. También estoy de acuerdo con esto que dices de la familia disfuncional. Lo de la familia disfuncional se dijo en Argentina en un momento en que había un montón de obras, a partir de La omisión de la familia Coleman, y todo el tiempo se hablaba de la familia disfuncional… ¿disfuncional a qué? Es ese momento en el que aparecen etiquetas para dejar de pensar. Al final sólo se trata de relaciones humanas, relaciones humanas como las que tiene toda familia. Y luego, que la ficción entre ahí para salvar o funcionar como bálsamo en el dolor de una familia me parece bonito, sobre todo entendiendo que no existe la ficción y lo que hay es un deseo de entenderse, de inventarse el mundo en el que ese entendimiento es posible.
– Y para el público que aún no ha ido a ver La voluntad de creer, ¿qué invitación le haría?
Le diría que es una obra que existe gracias a ellos. Que, por favor, venga. Que es una obra que les tiene muy en cuenta y que no pasará de ellos.
– ¿Qué le gustaría que quedase en ellos al salir?
Las ganas de volver. Eso es lo que más me gusta de todas las obras. Porque eso quiere decir que lo que te importó fue la experiencia.
– ¿Qué le gustaría que fuera la realidad?
Un espacio para la aceptación de las diferencias.
– Y el teatro, ¿qué le gustaría que fuera?
Algo inimaginable. Algo que no se pueda prever.
– Una frase.
«Lo cierto es más raro» de Silvina Ocampo.
– Una canción.
Todo es de color de Lole y Manuel.
La voluntad de creer
Dramaturgia y dirección. Pablo Messiez
Marina Fantini (Claudia, mujer de Amparo)
María Jáimez (Paz, segunda hermana)
Rebeca Hernando (Felicidad, hermana mayor)
José Juan Rodríguez (Juan, hermano menor)
Sergio Adillo (Doctor)
Mamen Camacho (Amparo, tercera hermana)
Equipo artístico
Diseño de espacio escénico. Max Glaenzel
Diseño de iluminación. Carlos Marquerie
Ayudante de iluminación. Juanan Morales
Diseño de vestuario. Cecilia Molano
Movimiento escénico. Elena Córdoba
Producción Buxman Prod. Jordi Buxó, Aitor Tejada y Pablo Ramos
Ayudante de producción. Roberto Mansilla
Ayudante de dirección. Javier L. Patiño
Una coproducción de Teatro Español y Teatro Kamikaze
Para la escritura de esta obra, el autor disfrutó de una residencia de escritura en la Sala Beckett en 2022.