Es así como esta obra, estrenada el pasado jueves en el Teatro Español, destapa tras el telón una piscina abandonada donde todas esas ilusiones, ese idealismo había sido arrasado por el agua hasta dejar un poco-mucho de nada, de absoluta nada.
El texto se construye a través de monólogos paralelos, las vivencias de las dos protagonistas, esclavas sexuales de una sociedad mercantilista que siempre regresa a ese concepto con tara con el que, aún hoy, seguimos cargando: el de “segundo sexo”, el de sexo débil.
Separadas por 175 años de diferencia, cada una con las cargas propias de su época, Tillie es una colona victoriana que a finales del siglo XIX acepta un trato: un pasaje gratis de la East India Company para casarse con un oficial del ejército británico desplegado entre Oriente Próximo y la India.
Por su parte, Samira, más de siglo y medio después, acepta el pasaje que el Estado Islámico regala a jóvenes mujeres británicas rumbo al Califato para convertirse, sin saberlo, en cómplices de una mentira. Su vida pasa a verse a través de un velo, su mundo es lo que les deja ver la rendija estrecha que destapa sus ojos.
A ciegas, su paraíso o su ipswich se les cae encima a ambas y les descubre un sistema que las ha convertido en prostitutas, sirvientas, esposas maltratadas, víctimas de hoy y de ayer de dos imperios muy distintos en apariencia, pero que pecan de los mismos abusos.
“Parece que los hombres pueden retorcer las leyes como les convenga, pero para nosotras esa ley es rígida”, dice Tillie en esa piscina llena de lamentos. A brochazos, la esposa diligente, “una señora guardiana de la virtud”, lucha en un territorio plagado de hombres que consigue sacarlas de sí mismas y mostrarlas enfrascadas en una guerra perpetua para lograr recuperar su propia libertad.
Es exquisito el juego de vestuario, el cambio narrativo de las dos actrices reflejo de sus épocas, el momento invisible en el que nadan sobre nada. Nadan en la nada, en un mundo que les arrebató todo para reformularse como unas apóstatas que persiguen recuperar algo de esa esencia que les hizo aceptar el trato por el que cedieron su mundo, ahora reducido a una rendija.
“La palabra es perfecta. La palabra es perfecta pero los oídos de los hombres no lo son”, grita desgarradora Tillie.
Un pulso frente a crueles creencias que por necesidad nos convierten en apóstatas.