Esta instalación ocupa toda la superficie del Palacio de Cristal, un edificio construido a finales del siglo XIX con motivo de la Exposición de las Islas Filipinas, es decir, vinculado directamente a la historia de nuestro país.
Mediante una estudiada ingeniería hidráulica, del suelo surgen gotas de agua que lentamente se unen hasta formar los nombres de hombres y mujeres que se han ahogado al intentar llegar a Europa en busca de una vida mejor. La artista colombiana visibiliza así uno de los hechos más dramáticos de nuestra historia reciente: la muerte de miles de personas en las aguas del Mediterráneo ante la indiferencia de una sociedad anestesiada que deriva hacia un cierre identitario.
Visibilidad e invisibilidad
El propio proceso hidráulico de la instalación crea una secuencia entre la visibilidad e invisibilidad de los nombres de las víctimas, ya que pasado un tiempo el agua es reabsorbida por la superficie haciendo que se desvanezcan las grafías, y así sucesivamente en un ciclo de remembranza y olvido que metaforiza la violencia intrínseca de las políticas de la memoria.
La propuesta de Salcedo se ha basado en un exhaustivo trabajo de campo y pesquisa en el que ha colaborado un amplio equipo de ingenieros, arquitectos e investigadores de diferentes disciplinas que junto a la artista ha concebido el funcionamiento de esta instalación y ha buscado en múltiples fuentes, publicaciones, bases de datos de ONG, etc., los registros de los nombres que sustantivan y dotan de identidad a las historias de vidas truncadas en el Mediterráneo.
Cada uno de los nombres de las personas que emerge de las losas que componen la instalación con el susurro del agua dibuja gota a gota un grito ahogado de socorro y esperanza, una interpelación al espectador/testigo para que el drama humano aquí evocado no se desvanezca en la memoria colectiva.
Empatía
La instalación constituye así un ejemplo paradigmático tanto del característico modus operandi de Doris Salcedo —sus proyectos suelen ser de largo recorrido y exigen un complejo y minucioso trabajo de conceptualización, investigación y ejecución—, como de su decidida apuesta por “presentar la violencia sin violencia”, por hacer perceptible el dolor sin necesidad de mostrarlo explícitamente.
Aun asumiendo que no puede cambiar el curso de los acontecimientos —“el arte”, suele decir, “no puede salvar ni una sola vida”—, sí cree que posibilita que el espectador establezca una relación afectiva con quienes han sufrido y, de esta manera, contribuir a que su experiencia no quede relegada al olvido.
El objetivo de Salcedo, una creadora a la que podemos vincular con ciertas prácticas críticas del arte ambiental, es que Palimpsesto funcione como una especie de contra-monumento, que opone a los espacios privilegiados de conmemoración, que exaltan la identidad nacional, racial o religiosa, un vacío, una obra casi invisible y silenciosa.
La naturaleza del proyecto es cambiante y evanescente: los nombres que van apareciendo y desapareciendo escapan en ocasiones a la legibilidad, devienen en símbolos que instan a tomar conciencia acerca de las vidas concretas que se esconden tras ellos y que han sido truncadas para siempre, aquellas vidas que están tras cada una de las noticias sobre naufragios de pateras que se ven a diario en los medios de comunicación.
Al contrario que ciertas construcciones conmemorativas como la de la Zona Cero de Manhattan o la dedicada a los Veteranos de Vietnam de Washington, Palimpsesto excede y desborda la noción de identidad. En este sentido plantea honrar y preservar la memoria de unas víctimas con las que la sociedad tiene una incontestable deuda, pero sin recurrir a relatos nacionales o demás construcciones identitarias establecidas, sino reivindicando cada vida por lo que esta es en sí misma.
(Re)construir la historia
El objetivo de Salcedo, conocida como una de las artistas más destacadas de su generación y que en 2010 recibió el Premio Velázquez de las Artes Plásticas del Ministerio de Cultura, es contribuir a (re)construir la historia, incompleta y fragmentada, de los seres que habitan en la periferia de la vida. No en vano, esta artista, que suele describirse a sí misma como una escultora al servicio de las víctimas, concibe su obra como una oración fúnebre con la que trata de erigir los principios de una “poética del duelo”. Y lo hace desde la premisa de que solo a través del duelo, que ella considera la acción más humana que existe, se puede devolver la dignidad y la humanidad arrebatadas.
En distintos momentos de su trayectoria ha abordado procesos y situaciones de violencia ligados a distintos contextos geopolíticos. Pueden ilustrarlo proyectos seminales como Atrabiliarios (1992-2004), en el que el recuerdo de los desaparecidos se evoca mediante objetos de uso cotidiano que les pertenecieron; series escultóricas de belleza inquietante y estremecedora como La casa viuda (1993- 1995) y Unland (1995-1998); o instalaciones performativas como Noviembre 6 y 7 (2012) o la reciente Sumando ausencias (2016), la Acción de Duelo colectiva que impulsó en la Plaza Bolívar de Bogotá pocos días después de que ganase el “No” en el Referéndum para ratificar el Acuerdo de paz que había alcanzado con las FARC el gobierno de Juan Manuel Santos.
Dos instalaciones recientes de la artista —cuya propuesta habría que situar dentro de la creciente tendencia hacia la ampliación del campo de posibilidades de la escultura— ejemplifican muy bien su mencionada estrategia. Por un lado, Plegaria Muda, con sus mesas invertidas y disfuncionales de las que brotan pequeñas briznas de hierba, un trabajo que nace de un extenso proceso de reflexión e investigación en torno a la imparable espiral de violencia mimética que subyace tras los conflictos fratricidas.
Por otro, Shibboleth, la célebre intervención que realizó en 2007 en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern de Londres, donde abrió una enorme grieta con la que evocaba la brecha que, adoptando mil y una formas diferentes (y, a menudo, difícilmente reconocibles), sigue existiendo entre el Primer y el Tercer Mundo.
En cierta medida, podemos ver estos dos proyectos como antecedentes directos de la instalación que Salcedo presenta en el Palacio de Cristal. En los tres casos, se trata de obras conceptuales en las que la materialidad adquiere una dimensión simbólica, pero que, al mismo tiempo, el espectador percibe de modo profundamente sensorial, estableciendo con ellas una relación muy física, casi corporal.