Hernández-Díez despunta en la escena internacional cuando se empieza a hablar del arte contemporáneo como un lenguaje global y se cuestiona el dominio de los artistas europeos y norteamericanos. Participa en muestras como Aperto’93: Emergency / Emergenza en la 45 Bienal de Venecia (1993), Beyond Borders, la primera Bienal de Gwangju (1995), y Cocido y crudo en el Museo Reina Sofía de Madrid (1994). Sus exposiciones incluyen fotografía, escultura, vídeo y dibujo; metafísica combinada con un humor adolescente; sofisticadas producciones junto a materiales «pobres» poco convencionales.
No temeré mal alguno recupera los primeros trabajos videográficos experimentales de Hernández-Díez, así como otras obras icónicas de sus inicios, y los muestra junto a un nuevo proyecto creado específicamente para esta ocasión.
Inspirándose en fuentes como la literatura de terror y el romanticismo, el ilusionismo y los efectos especiales, obras como Annabel Lee (1988) –diorama que representa un corte transversal de una tumba y que muestra, bajo tierra, un vídeo de una joven en trance convulsivo– y Houdini (1989) anunciaban muchos de los temas que el artista desarrollaría en los noventa: la relación entre superstición y ortodoxia, entre anatomía y tecnología, entre simbolismo sagrado y el lugar transgresor que ocupan los niños y los animales en la conciencia devocional.
La exposición incluye algunas instalaciones que no se veían desde que se presentaron por primera vez en la muestra San Guinefort y otras devociones de 1991 en la Sala RG de Caracas, que constituyó un auténtico hito. Es el caso de la obra de la Colección MACBA San Guinefort (1991), y también de El resplandor de la Santa Conjunción aleja a los demonios (1991) y Sagrado corazón activo (1991).
Nueva iconografía
Estos trabajos fueron el preludio de lo que el artista denominó «nueva iconografía cristiana», que ofrecía, en palabras de Meyer Vaisman, «una visión tecnopop de los símbolos más venerados del catolicismo». Un inquietante conjunto de obras que tienen que ver con la aplicación de tecnologías médicas y de la comunicación y sus interrelaciones con sistemas de creencias paranormales, sobre todo con la teología cristiana.
En otras piezas, como La caja (1991), Hernández-Díez aborda la injusticia social aludiendo a los gamines, niños que malviven en las calles de Caracas y Bogotá, a quienes se les niega los derechos más elementales. Vas pa’l cielo y vas llorando (1992) hace referencia al «velorio del angelito», celebraciones por los niños difuntos practicadas por algunas culturas rurales de América Central y del Sur en las que los niños muertos se convertían en objeto de adoración.
La hermandad (1994) marca un punto de inflexión y se aparta de la temática explícitamente religiosa o gótica. Aun así, en esta obra están presentes muchas de las preocupaciones conceptuales anteriores, como la obsesión por la precaria y a menudo violenta frontera entre la vida y la muerte. La violencia del nacimiento, la vida y la muerte se produce al mismo tiempo, y lo plasma mediante una instalación de tres vídeos simultáneos que vinculan la comida con la desintegración de la carne. Esta pieza refleja una forma arcaica de un tropo crítico fundamental que tuvo vigencia en los años noventa: lo abyecto.
Eco conceptual
Además del reto de devolver a la vida esas obras históricas se expone Filamentos (2016), un nuevo proyecto que hay que entender como un eco conceptual. Esta nueva serie comprende un estudio iconográfico de filamentos de bombillas, no solo como una extensión del tema de la revelación eléctrica y la visibilidad que tratan sus trabajos anteriores, sino también como un desafío para averiguar qué late bajo las grandes metáforas de la luz.
Tiempo atrás, en la iglesia del Convent dels Àngels había habido una imagen de San Roque, el patrón de los perros, acompañado de un lebrel. La leyenda cuenta que unos ladrones habrían huido cuando la estatua, milagrosamente, había empezado a ladrar. Ese perro no es otro que el futuro San Guinefort, venerado en la región francesa de Dombes, según las crónicas del inquisidor dominico fray Étienne de Bourbon, quien hacia 1260 llegó a la conclusión de que ese santo era, en realidad, un perro.