La exposición ―que cuenta con la colaboración de sus dos instituciones legatarias, Fundación Museo Jorge Oteiza (Alzuza, Navarra) y Chillida Leku (Hernani, Guipúzcoa)― suscita un diálogo entre sus esculturas centrado en la producción realizada durante dos décadas determinantes en sus vidas, en las que se conocieron, fueron amigos y cada uno contempló con interés la obra del otro. Después llegaría la rivalidad, décadas de enfrentamiento artístico y personal, con acusaciones de plagio incluidas, que se prolongaría hasta su abrazo reconciliador de 1997.
El recorrido expositivo dibujado por Javier González de Durana ofrece, a través de más de un centenar de piezas, una conversación entre sus pensamientos estéticos y sus realizaciones escultóricas, revelando en pie de igualdad las metáforas paradigmáticas de Oteiza y las metonimias sintagmáticas de Chillida.
La selección de obra se ha realizado desde una perspectiva cronológica, iniciándose en 1948 con sendos viajes ―cuando Oteiza regresa a España después de su larga estancia en Latinoamérica y Chillida se marcha a París con la voluntad de convertirse en escultor―, y concluye en 1969 ―con la culminación de la estatuaria del Santuario de Arantzazu por parte de Oteiza y la instalación de la primera gran obra pública de Chillida en Europa ante el edificio parisino de la UNESCO.
Dentro de esta etapa se reconoce en unos primeros momentos una tendencia común a trabajar sobre la figura humana, pero con diferentes acentos, uno primitivista-expresionista en Oteiza, y otro clasicista-arcaizante en Chillida, resultando en ambos casos que los rasgos antropomórficos quedan reducidos a leves evidencias, en una línea común a la de otros artistas del momento que desfiguraban la representación naturalista del cuerpo.
Sus fuertes y muy diferentes personalidades empezaron a manifestarse con lenguajes singulares a partir de los primeros años de la década de 1950. Chillida miró a la tradición representada por Julio González, trabajando la forja de hierro para desplegar un universo de imágenes de naturaleza surrealizante a partir de materiales evocadores de utensilios agrícolas. Oteiza indagó en las investigaciones de Henry Moore acerca del espacio, el hueco y la masa, formalizando un poderoso y dramático repertorio de figuras en las que el vaciamiento expresivo, no el vacío inerte, iba ganando presencia.
La horquilla temporal de la exposición se inicia también cuando la importancia internacional de Jorge Oteiza y Eduardo Chillida se hizo patente, en los años 50, al ganar los mayores reconocimientos en certámenes del máximo prestigio en Europa y América. Oteiza se hizo con el Diploma de Honor en la IX Trienal de Milán en 1951, lográndolo Chillida en la siguiente convocatoria, la del año 1954. Poco después, en 1957, Oteiza fue merecedor del Premio al Mejor Escultor Internacional en la IV Bienal de Sâo Paulo y al año siguiente, en 1958, Chillida alcanzó el Gran Premio de la Escultura en la XXIX Bienal de Venecia.
1948-1969: un tiempo compartido y dialogado
Por Javier González de Durana
En 1948, Jorge Oteiza (Orio, 1908 – San Sebastián, 2003) regresó a España después de vivir 13 años en Latinoamérica durante los que, sin abandonar su actividad como escultor que había iniciado en la primera mitad de los años 30, se dedicó sobre todo a la docencia universitaria. Mientras, ese año Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924 – 2002) marchaba a París tras tomar la decisión de convertirse en escultor después de abandonar los estudios de arquitectura. Por otra parte, en 1969 Oteiza culminaba la realización de su estatuaria para el Santuario de Arantzazu, que había iniciado en 1951, permaneciendo paralizada por orden eclesiástica vaticana desde 1955, y Chillida colocaba en el exterior del edificio de la UNESCO en París su primera gran obra pública en Europa. Es decir, 1948 fue año de viajes que supusieron tanto reinicio para uno como inicio para otro, y 1969 lo fue de materialización de importantes obras en el espacio social colectivo.
De tal manera se puede decir que 1948 fue un punto de partida para ambos, si bien Oteiza tenía acumulada ya una experiencia práctica y, sobre todo teórica, adquirida en contacto con grupos vanguardistas latinoamericanos que Chillida empezaría a recibir de primera mano en París.
Ambos trabajaron para el Santuario de Arantzazu, donde dejaron algunas de sus mejores obras de la primera mitad de los años 50 ―abstracción geométrica en las puertas y existencialismo trágico en la estatuaria―, pero cuando alcanzaron la plenitud creativa fue a partir de 1955-56, cuando Oteiza dio inicio y completó sus investigaciones espaciales que denominó “propósito experimental”, y Chillida empezó a “cortar el hierro” para crear el peculiar y romántico lenguaje cercano al informalismo.
Profundamente distintos de carácter y, por tanto, muy diferentes como artistas, sin embargo, durante los años 50 y 60 compartieron intereses e inquietudes creativas, participaron en proyectos culturales, tuvieron iniciativas políticas en favor de otros artistas y estuvieron envueltos por el espíritu de la época, el cual puede rastrearse en sus obras con sutiles idas y venidas de uno a otro.