Defensor del dibujo como esencia del arte, en San Clemente se muestran obras desde 1963, año de su llegada a Cuenca, y los años setenta, que suponen la verdadera puesta en pie de una singular inteligencia de la grafía.
Es frecuente que sus obras reflejen el paisaje de Cuenca, muestra de lo que la crítica llamó la “borrasca de paisajes”, el aire descarnado que destila su aislamiento en el silencioso y recogido mundo conquense, donde hallaría refugio para meditar y pintar.
Geología y osamenta
Algunos de sus dibujos de ese tiempo –en San Clemente se muestran tres de 1968– parecen recrear la geología de la hoz del Júcar, frente a su estudio, en especial los conocidos como “ojos de la mora”, oquedades que como cráteres conforman una suerte de rostro con ojos hundidos, colgados en ese espacio singular y yermo y que Pepe España parece trasvasar a unos dibujos con aire de vanitas, confundiéndose la geología con la osamenta.
Con un restringido uso del color, España compone o deconstruye la figura, capaz de elevar un retrato o un cuerpo con apenas una línea que parece haber sido trazada sin levantar su mano del papel. Dibujos de caligrafía minuciosa que le emparentará con una cierta escuela de pintores amantes de la línea.
Frenético quehacer
En ese tiempo desarrolla un frenético quehacer, en el que la paleta se ha reducido al negro de la tinta con la que realiza los signos, y unos controlados toques de color, de aire informal. Signos que le asocian con la herencia de las escrituras kleeianas; el automatismo del breve Wols; el despliegue de líneas del frenético Michaux; las caligrafías emuladoras de los inquisidores de Millares, el frenético Torquemada o, más cerca, el encuentro con las finas grafías disciplinadas de Ángel Cruz o el desparpajo del Bonifacio revisitante de los Cobra. Algo que queda claro, también, en ciertos dibujos de ese tiempo que parecen mirar hacia Antonio Saura.
Cabezas desmesuradas, con algo de elegíaco, de denodada brega con el signo y el color, retratos que parecen estallidos de luz de aire brut, metamorfosis de un monstruo de signos lanzados a la inmensidad del espacio pictórico.
Junto a ello, otra lectura de su trabajo en este tiempo es la capacidad para viajar desde la representación clásica a la abstracción plena, como es el caso de los dos singulares dibujo-collage de 1969, muestra de la influencia de la abstracción de la llamada “ciudad abstracta”.
Cuenca y Pepe España
[1]Pepe España (José Luis Jimenez España, Málaga, 1930-Biel, Suiza, 2007) inició su trayectoria artística en nuestro país vinculado a los primeros intentos de renovación de lenguajes de los años cincuenta. A comienzos de los sesenta llega a Cuenca, ciudad en la que se instalará definitivamente entre 1964 y 1973. Lugar capital en su trayectoria, epicentro de los nuevos lenguajes artísticos, este artista se convierte así en uno de los primeros descubridores de lo que, en esa década, se llamó la ‘Cuenca abstracta’, la ciudad que poblarán los artistas de llamado «grupo de Cuenca», que impulsarán el Museo de Arte Abstracto Español inaugurado en 1966.
En los inicios de la década de los 70 crea en la ‘ciudad abstracta’ su conocida serie La cinta [2] (1970-1971), un conjunto de pinturas acrílicas sobre los que la crítica fijará su atención, al aunar los descubrimientos abstractos con elementos de los nuevos geómetras y, también, del arte conceptual. Pintura de planicie de color, de bandas, de aire pop, en ese nuevo momento de reivindicación de la imagen que son los setenta.
Mirada personal, por tanto, creación de difícil comparación en el arte de ese tiempo, Pepe España aborda una singular síntesis en su trabajo creativo, muy metartística, en donde dominará siempre su dominio del dibujo y un personalísimo uso del color.
Reconocido en Suiza, en donde su obra obtuvo una extraordinaria difusión, su reconocimiento no alcanzó nuestro país, posiblemente por su temprana marcha y su alejamiento durante más de tres décadas, hasta su muerte.