Hay vida más allá de Las tres Gracias. Retratista de la alta nobleza, capturador de escenas mitológicas y creador de piezas para altares, la fecunda obra de Rubens cuenta con una «cara B» muy interesante, la relacionada con su rol de hombre de familia. Padre, esposo y hermano cariñoso, el de Amberes trazó una carrera paralela a la «oficial», dando lugar a una interesante colección de lienzos privados en los que el artista hacía gala de una intimidad y libertad inéditas en sus obras de encargo.
«El encargo es el encargo», resume Ben van Beneden, director de la Casa de Rubens en Amberes y comisario de la muestra. Rubens pintaba estas obras «a petición de ciertos modelos, sobre todo modelos importantes». Si bien en algunos casos estos retratos oficiales «muestran un trazo de familiaridad, de intimidad entre modelo y pintor», como en el caso del óleo de la infanta Isabel Clara Eugenia [1], «no son comparables con los retratos que hizo de los miembros de su familia». Estos se presentan como «captaciones directas» que en ocasiones tienen un regusto de obra inacabada.
La mano del artista es la misma en las obras personales y de encargo. Sin embargo, una idealización hace destacar a las primeras. Síntoma claro de quien tanto amara a los suyos. A su hermano Filips, por ejemplo, uno de sus amigos más íntimos, lo llegó a retratar hasta en tres ocasiones al menos, dos de cuyas obras se muestra en la exposición. Al retrato presumiblemente póstumo en el que Filips porta algo parecido a una toga negra se suma Autorretrato en un círculo de amigos en Mantua, una de esas escasas ocasiones en las que el artista se retrata a sí mismo. Junto a él, además de su hermano, se identifica (discusiones académicas aparte) a los eruditos Frans Pourbus el Joven, Justo Lipsio, Caspar Schoppe y los hermanos Guillaume y Antoine Richardot, con una ventanilla al fondo que muestra una vista de Mantua.
Una de las grandes atracciones de este Rubens en privado es la hija mayor del artista, Clara Serena, fruto del matrimonio con su primera esposa (y musa), Isabella Brant, y fallecida a la prematura edad de 12 años debido a los estragos de la peste. Dos retratos brillan en la muestra. En el primero de ellos, una sonriente niña de cinco años, con mofletes rosados y mirada traviesa, posa de manera frontal (postura poco común en aquella época) para su padre, estableciendo una cercanía e informalidad exquisitas. El segundo, una de las joyas de la exposición, retrata a su hija presumiblemente después de su temprana muerte, congelando una mirada triste que deja ver el dolor de un padre abatido. Esta última obra, atribuida anteriormente a un sucesor de Rubens, fue restaurada (eliminándose una capa verdosa que cubría la pintura) tras su venta por el Metropolitan Museum de Nueva York a través de Sotheby’s y examinada por profesionales, cuyos estudios de la madera de los paneles y el trazo revelaron que la mano del artista de Amberes estaba detrás de todo.
Dos musas
Dos grandes mujeres marcaron la vida de Rubens. Isabella Brant, su primera esposa, a quien dedicó tras su matrimonio el autorretrato El cenador de madreselva, inspiró al artista hasta su prematura muerte a los 35 años. El brillo en sus ojos y una sutil sonrisa acompañó siempre las representaciones de Brant, a quien el maestro retrató tanto de manera formal, con piedras preciosas y encajes, como informal, con una naturalidad que la acompañó en las pinturas que Rubens le dedicó hasta poco antes de su muerte y que inspiró a otros maestros como Anton van Dyck.
Más tarde aparecería Helena Fourment, la joven más bella de Amberes según sus coetáneos. Rubens quedó prendado ante su belleza, casándose con ella en 1630. Él tenía 53, ella 16. El artista vivió una segunda y gloriosa etapa en su pintura con una nueva musa que insufló gasolina en una carrera que en su última etapa estaría centrada más en los retratos y paisajes. De entre las numerosas pinturas que el maestro dedicaría a su segunda y joven esposa, rebosantes de sensualidad, destaca la copia exhibida de La piel, cuyo original reposa en el Kunsthistorisches Museum de Viena, en la que Fourment es retratada semidesnuda, cubierta solo con un manto de piel y mirando no al espectador, sino al pintor. Una reciente restauración y escaneos con rayos X han desvelado en el fondo del lado derecho una fuente en cuyo pedestal destaca una suerte de Manneken Pis que encerraba connotaciones eróticas, además de un significado simbólico de la fertilidad.
Precisamente de Fourment, musa que hizo vivir una segunda juventud a Rubens, siempre se ha sospechado que puede ser una de las Gracias que danzan en el famoso cuadro del maestro flamenco. Según Bert Watteeuw, profesional del Rubenianum, centro amberense especializado en el pintor, si bien todo apunta en esa dirección, solo alguien que la conociera en persona en aquella época podría reconocerla sin dudas.
Poco dado a retratarse a sí mismo, solo se conocen cuatro autorretratos individuales de Rubens. Tres de estos óleos se agrupan en una de las salas de la muestra. Destaca su representación como un noble, alejado de su profesión como pintor. Según Watteeuw, el hecho se explica con la relación que se establecía entre pintores y poetas en aquella época, dando lugar a una representación más intelectual, alejada de los trabajos manuales. En el último de estos autorretratos, Rubens se muestra como un caballero, con su mano izquierda apoyada en una espada, pero no ignora los estragos de la edad. Una honestidad y transparencia que caracteriza a una colección destinada a permanecer en la privacidad de la familia y a la que ahora puede acceder el visitante que quiera descubrir el lado más íntimo del maestro.