Nunca nadie le reconoció a Maier en vida su talento para la fotografía y ella misma nunca pudo imaginar el éxito que tendría su obra. Esta fotógrafa estadounidense de origen europeo –madre francesa y padre austriaco– vivió primero en Francia, después en Nueva York, pero pasó la mayor parte de su vida –desde 1956– en Chicago, donde trabajó cuidando niños de distintas familias.
Debió de tener un carácter muy particular, sin duda determinado por el hecho de que su padre les abandonara cuando ella tenía apenas cinco años. Su interés por la fotografía nació muy pronto, y quizá tuvo que ver en ello que su madre y ella vivieran durante un tiempo con la fotógrafa Jeanne Bertrand. Gracias a una herencia de su tía abuela viajará a Cuba, Canadá y California. Después comienza a trabajar como institutriz para ganarse la vida.
Hacia 1952 compra su primera Rolleiflex. Está interesada en la vida cotidiana de las calles de Nueva York. También hace retratos de los niños que están a su cargo, pero también de extraños y algunos famosos con los que se cruza. Tras pasar un año en Los Ángeles, se muda definitivamente a Chicago donde consigue un trabajo con la familia Gensburg, para quienes trabajaría 17 años. Monta un laboratorio en el cuarto de baño que tiene a su disposición en la casa. Maier viaja por todo el mundo: Filipinas, Asia, India, Yemen, Oriente Próximo, sur de Europa y después viaja a Francia por última vez.
La casualidad
En los años 70 realiza fotografías en color con su Leica y filma metraje en 8 y 16 mm. A partir de 1990 prácticamente no tiene trabajo y sus recursos son escasos, de modo que no tiene medios para revelar muchas de las fotografías que toma. De hecho, su enorme colección de libros, recortes de prensa, películas e impresiones sería incautada para pagar deudas del alquiler. La familia Gensburg alquila un apartamento para alojarla y cuidará de ella hasta su muerte en Chicago el 21 de abril de 2009.
La casualidad quiso que el cineasta John Maloof, que estaba trabajando en un libro sobre Chicago, comprara una caja de negativos en una subasta, pensando que podrían ser útiles para ilustrar su obra. Pero no les prestó la atención suficiente hasta tiempo después. De hecho decide revelar una parte y revenderla en Internet. Pero Allan Sekula, crítico e historiador de fotografía se pone en contacto con él para pedirle que deje de dispersar aquel material, claramente valioso. Es a partir de aquel momento cuando Maloof empieza realmente a investigar el archivo de Maier, a quien no llegaría a conocer, porque ella murió dos días antes de que él lograra saber quién era.
Localiza a la familia Gensburg y recupera dos cajones grandes con correspondencia, recortes de periódico y carretes fotográficos que iban a ser tirados a la basura. De los 100.000 negativos, unos 20.000 o 30.000 todavía estaban en los carretes sin revelar desde 1960 a 1970. Afortunadamente, los negativos que había revelado Maier estaban colocados en tiras y tenían la fecha y la localización escritas en francés.
A la selección de fotografías acompaña otra de películas en super 8 mm, realizadas a partir de 1960, que permite seguir la mirada de Vivian Maier en movimiento. Como en sus fotografías, ofrece una experiencia visual, resultado de una observación discreta y silenciosa del mundo que la rodea. No hay narrativa, no hay movimientos de cámara (el único movimiento que se puede llamar cinematográfico sería el del autobús o el metro en el que va montada). Vivian Maier filma aquello que le lleva a la imagen fotográfica: observa, se detiene de forma intuitiva sobre un sujeto y lo sigue. Hace zoom con su objetivo para acercarse desde la distancia y se centra en una actitud o un detalle (como las piernas o las manos de algunas personas en medio de la multitud). La película funciona más bien como un documental –un hombre que está siendo arrestado por la policía o los destrozos provocados por un tornado– o como un objeto de contemplación –la extraña procesión de ovejas hacia los mataderos de Chicago.Super 8