Figura clave del grupo poético de los años 50, había nacido en la población valenciana de Oliva en enero de 1932. Se había formado en Derecho, en Historia y en Filosofía y Letras. Había ejercido como profesor de Literatura Española en las universidades de Cambrigde y Oxford. Había sido galardonado, entre no pocos reconocimientos, con aquellos que señalan la poesía de los grandes. Ahí el Adonáis; el Fastenrath; el Nacional de la Crítica; el Nacional de las Letras Españolas; el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y, cerrando en 2020 un ciclo de pura justicia literaria: el Cervantes.
Y entre sus muchos “había”, desde 2001 ocupaba el sillón X de la Real Academia Española, institución en la que ingresó con el discurso Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda. Por concepciones estéticas y poéticas similares, Brines considera como sus referentes al propio Cernuda, a Juan Ramón Jiménez, a Vicente Aleixandre y a Juan Gil Albert.
Creador “sin ruido”, aliado de la intimidad y de la soledad, desde que en 1959 debutase con Las brasas hasta La última costa, su poemario de despedida, levantó uno de los conjuntos de más hondo acento elegíaco de la poesía contemporánea en castellano con títulos como Materia narrativa inexacta, Palabras a la oscuridad, Aún no, Insistencias en Luzbel, Poemas excluidos, Poemas a D.K o El otoño de las rosas.
También declarado amante del arte y del fútbol, gustaba relatar que con sus versos sopesaba respuestas e intentaba clarificar oscuras emociones: “La poesía tantea las sombras para encontrar un poco de luz, trata de iluminar la oscuridad y cumple un milagro: que las cosas puedan vivirse. Que el adolescente pueda entender la vejez. Que quien vive exiliado del amor, ese hombre ya viejo, gracias a ella pueda revivirlo”.
Y la palabra, siempre la palabra, como eje de una vida abocada a la escritura: “Escribo sólo cuando no tengo otra posibilidad. Cuando la emoción está tan cargada que exige salir y ser desvelada. Y en mí solo se desvela y se hace real por medio de las palabras”.
Lo dejó dicho con rotundidad en aquel poema incluido en su libro Insistencias de Luzbel:
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.
Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna del hombre.
Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.
Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todos son gestos, muertes, son residuos.
Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.
Ingresado desde el 13 de mayo en el Hospital de Gandía, donde había sido intervenido de una hernia, la pandemia que atravesamos unida a un muy frágil estado de salud hicieron imposible que el pasado 23 de abril recogiese personalmente en Alcalá de Henares el Cervantes. Pero hace solo nueve días el Rey se desplazó a la residencia mediterránea del escritor para entregarle el galardón.
Con voz queda, repitió que la poesía no es más, ni menos, que un ejercicio de tolerancia que trata de aportar luz ante los enigmas y sinsentidos de la vida. El silencio que se adueña de la suya llena ahora cada rincón de las 30.000 almas de una biblioteca.