En esa fiesta, él, el catedrático, el comisario de exposiciones, el altísimo experto y divulgador, el gestor eficaz, el hombre de la mirada sensible que dedicó una parte sustancial de su experiencia a engrandecer nuestra universal pinacoteca no estará. Y estará, porque en el aire del Museo flota ya para siempre la mirada crítica, sabia, decisiva de quien, aunque apenas estuvo al frente de la institución 150 días, desde el otoño de 1993 hasta la primavera del año siguiente, es unánimemente considerado uno de los máximo valedores (y conocedores) del tesoro que albergan las paredes del edificio de Villanueva.
Se ha ido como los grandes, sin ruido. La muerte iba tejiendo en su cuerpo señales de despedida, pero no se doblegaba. Hace tan sólo diez días participó en el acto de homenaje por la jubilación de una gran compañera, Manuela Mena, dictando sin papeles la que sería su conferencia última. Desde los muros, los cuadros de su vida asistían, acaso sin saberlo, a una entrega final conmovedora.
No sabíamos entonces tan próximo su adiós. Aplaudimos sus palabras certeras y entregadas. Agradecimos la clarividencia de quien enseñó a mirar el arte de una forma distinta, más lúcida y gratificante, a varias generaciones. Él, -“sin lo que estas salas cobijan la historia del arte sería otra” afirmó desde el estrado, y sonreía.
Sonreía… no alcanzaban a comprender los testigos, las salas del Prado, que se estaba despidiendo.