Aunque había participado en veinte películas, ella se sentía actriz de teatro, interpretando en distintas épocas obras de Arthur Miller (Todos eran mis hijos), Edmond Rostandt (Cyrano de Bergérac), Eugene Ionesco (El rinoceronte), Jean Giraudoux (Intermezzo)o Anton Chéjov (El jardín de los cerezos). Y de los clásicos españoles, José Zorrilla (Don Juan Tenorio), Miguel de Unamuno (Soledad), Jacinto Benavente (Los intereses creados) o Federico García Lorca, del que dejó sobre las tablas una soberbia interpretación de Mariana Pineda.
Pero ante todo, así lo declaraba, su sitio estaba en la música. «Acaso por encima de lo demás me siento cantante». La flor de la canela, Toda una vida, Amarraditos o El rosario de mi madre se convirtieron en su voz y en el elegante gesto que siempre la acompañó en una especie de himnos sin los que no se puede completar el círculo de la música española y latinoamericana contemporánea. Ni mucho menos fueron los únicos éxitos dentro de su sobria forma de encarar micrófonos y escenarios: poca luz, dos guitarras de fondo, gestos cadenciosos y la voz; su voz.
Un incombustible repertorio de canciones de José Alfredo Jiménez, Chabuca Granda, Violeta Parra, Alfredo Zitarrosa o Atahualpa Yupanqui que ella hacía mejores. Música de ayer y de siempre: fados, coplas, rancheras, baladas y boleros con los que llenó salas y teatros. Temas con los que grabó trabajos inolvidables hasta el último Gracias a vosotros, un disco que a los 87 años cantó acompañada por Juan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Ana Belén, Diego El Cigala, Miguel Poveda y Pablo Alborán.
Exquisita por dentro y por fuera, María Dolores Pradera impartió toda su vida lecciones de inteligencia y buen gusto. Murió ayer tras verse obligada a suspender una reciente gira a causa de una afección respiratoria. Canción final para quien repetía: «Siempre habrá música porque sin ella la vida sería aún más triste”.