Aquel primer lunes de junio de 1966 el rompiente del amanecer me pilló a la salida de Turre, nada más pasar el puente sobre el irónico río de Aguas. Apretujados en el asiento trasero del Dauphine de segunda mano de Diego Baraza, un Gordini de color amarillo algo menos chillón que el que utilizaron los Beatles para pintar su submarino, íbamos Pepa Orero y Ángel Guerrero, dos compañeros de fatigas bachilleres, y yo, mientras mi padre ocupaba el asiento delantero, junto al del conductor. Conforme el sol fue ganando altura y abriéndose como un hibisco sobre el Golfo de Vera (ocupado hasta pocas semanas antes por la Armada estadounidense a la búsqueda de la última bomba de Palomares), nos fuimos acercando al Instituto Reyes Católicos, situado a la entrada de Cuevas del Almanzora, en donde a partir de las nueve de la mañana comenzaban los exámenes de primero de bachillerato para los alumnos de enseñanza libre.
La primera prueba era la de Gimnasia, una de las asignaturas consideradas como “maría”, y consistía en superar una serie de ejercicios al aire libre, como correr 100 metros en un determinado tiempo, realizar un salto de longitud aceptable, lanzar el peso a cierta distancia y superar el listón situado por encima del metro en el salto de altura. Y es, en este punto, donde comienza el meollo de esta historia, el verdadero cuento del cuento.
Los compañeros que me habían precedido en el salto habían superado holgadamente la cuerda que hacía las veces de la barra que se solía colocar horizontalmente sobre los dos soportes que marcaban la altura que se había de saltar; en este caso, los 100 centímetros suponían la condición mínima, necesaria y suficiente, para conseguir un aprobado. Todos mis compañeros, sin excepción, habían saltado utilizando el llamado “estilo tijera”, que consistía en que, tras una mínima carrera en línea recta o ligeramente transversal hacia al listón, el atleta saltaba, encogiendo primero una pierna y luego la otra, para caer de pie al otro lado de la “barra”.
Cuando llegó mi turno, las dudas se agolparon en mi cabeza con la velocidad de un Fórmula Uno. Sospechaba que mi centro de gravedad relativamente bajo, que era una bendición para jugar al fútbol, resultaría, en cambio, un hándicap para la “tijera” del salto de altura y tampoco me acababa de convencer el método del rodillo ventral, que nunca había practicado. En fracciones de segundo vinieron ofuscadamente a mi mente las crónicas que había leído en el Marca acerca de la nueva técnica de salto que venía empleando desde hacía varios años un joven atleta llamado Dick Fosbury.
Ante el asombro de los asistentes a la prueba que se celebraba en el patio del Instituto y del mismo don Pedro, el profesor de Gimnasia, inicié la carrera con la briosa determinación de superar ampliamente el reto que tenía por delante y me aproximé a la cuerda-barra siguiendo una trayectoria curva. Una vez frente al listón, salté de espaldas al mismo y con el brazo más próximo extendido. Sin embargo, con el codo del otro brazo rocé la cuerda y todo el artilugio que la contenía se vino abajo, mientras yo giraba el cuerpo, no sé bien por qué extraña ley de la física, la metafísica o la parafísica, y caí “haciendo devanaeras” en la posición de rodillo. La mala suerte hizo que cayera fuera de la colchoneta protectora situada tras el listón y fui a dar con la barbilla en un vidrio desorientado que andaba por las cercanías.
Cuando me levanté del suelo, me llevé la mano al mentón y comprobé que la sajadura era bastante profunda y la sangre que manaba de ella abundante. Se armó una gran revolica y mi padre, con la ayuda de su amigo Diego Baraza y algún otro espectador, me llevó en volandas hasta la consulta del médico del pueblo. Con el primer punto en seco, es decir, sin anestesia, me dio un “faratute” y, cuando recobré el conocimiento, tenía cuatro puntos de sutura bajo un esparadrapo que ocupaba todo el mentón. Así, de esta manera, fue como heredé el hoyuelo de la barba de mi padre, aunque por una vía distinta a la genética.
De vuelta al Instituto, don Pedro nos comunicó que “el amor propio y el arrojo mostrados bien se merecían un notable”, disipando mis temores –también los de mi padre– de que el estropicio causado fuera merecedor de un rotundo suspenso. Es más, calificó “el comportamiento del chiquillo” como el de un jabato, lo que produjo en mi interior una fuerte descarga de endorfinas que mitigó el dolor mucho más allá que el analgésico proporcionado por el médico.
Para despedirnos, el profesor, que siempre me pareció la versión mediterránea de El hombre tranquilo, nos hizo un breve panegírico acerca del valor de los heterodoxos para romper moldes y superar las “marcas establecidas” tanto en el deporte como en la vida, vaticinando el futuro éxito del “método Fosbury”, si es que llegaba a ser plenamente aceptado por los organismos deportivos internacionales y no sucedía lo mismo que con Miguel de la Quadra-Salcedo. El intrépido deportista español (luego se haría extraordinariamente popular por sus reportajes periodísticos en Televisión Española) había pulverizado años atrás el récord mundial de jabalina utilizando el “estilo pastor”, tradicionalmente empleado por los lanzadores vascos, pero que increíblemente nunca le había sido reconocido de forma oficial, hecho que al bueno de don Pedro le soliviantaba tanto o más que a Sean Thornton (el personaje interpretado por John Wayne) las reacciones de Mary Kate (a la que daba vida Maureen O’Hara) en la extraordinaria comedia de John Ford.
Y así, más contento y menos dolorido que antes de la charla con don Pedro, me dispuse a realizar, con cierto retraso, el siguiente examen, el de matemáticas, en el que se nos pedía ajustar una serie de cuentas, aunque el cuento que acabo de contar he terminado de ajustarlo medio siglo después.