Como un pájaro que cruza de improviso el escenario su muerte se coló sin ruido dejando por un instante en blanco la pantalla. ¡Qué mujer, Paca! ¡Cuánta humanidad en su persona! ¡Cuánta literatura en su poesía!

Había nacido en Alicante el 27 de octubre de 1930 en una familia de artistas duramente golpeada por la Guerra Civil. Su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, fue condenado a muerte por la dictadura de Franco y ejecutado a garrote vil en 1942.

 “Ser niño en el 42 parecía imposible…

¿Cómo rendir un homenaje a aquellos días?

¿Cómo añorarlos sin desconfianza?

Se arrugaron, igual que los paisajes de papel,

mientras crecíamos hacia este desconsuelo que hoy nos puebla”.

“En la anónima fosa de la sangre

yacen mezclados víctimas y verdugos ;

y en las terribles horas de la comprensión

qué imposible resulta distinguir

del corrompido olor de la esperanza degollada

el agrio aroma de sus asesinos”.

Escribía en 1972 en Ítaca, su primer poemario publicado, por el que obtuvo el premio Leopoldo Panero. Un libro, en el dio voz a los silenciados, surgido, según propias palabras: “De la necesidad de contar la odisea de Penélope, en contraste con las vivencias de Ulises, que ejemplifica la historia cotidiana de las mujeres como aventureras del infortunio”.

Cuatro años más tarde publicaría Trescientos escalones, dedicado a su padre y por el que le otorgaron el Premio Ciudad de Irún.  Dos años después vio la luz La otra música, completando la primera etapa de su obra.

Pasaron diecisiete años hasta que volvió a publicar dos libros, esta vez en prosa ː Que planche Rosa Luxemburgo, de narraciones breves, y las memorias Espejito, espejito. Posteriormente, los poemarios Ensayo general y Pavana del desasosiego y en el año 2000, Ensayo general. Poesía completa, 1966-2000.  

Seis años después volvió a publicar poesíaː La herida absurda  y Nanas para dormir desperdicios. En 2010 obtuvo el Premio Miguel Hernández con su poemario Historia de una anatomía, obra con la que ganó en 2011 el Premio Nacional de Poesía. Ese año también dio a la imprenta Los maestros cantores y  uno después Conversaciones con mi animal de compañía.

En enero de 2018, la editorial Calambur publicó su obra completa bajo el título Ensayo general y en noviembre de ese mismo año  recibió el Premio Nacional de las Letras, el máximo galardón de nuestra literatura tras el Cervantes. En el fallo del jurado se destacó una característica de su trabajo poético: “Honra su obra y la sitúa en la zona más arraigada y cercana a la sentimentalidad colectiva de nuestra poesía al ser la más machadiana de las integrantes de la generación de los 50”.

Antes

Mucho antes, con sólo quince años, las difíciles circunstancias que soportaba su casa la llevaron a  emplearse como telefonista. En esa época, “ya atrapada por el vicio de la lectura”, se refugió más que nunca en los libros, intentando alejarse de la dura realidad que le rodeaba.

La pasión por lo escrito la acercó en la década de los 50 a las tertulias del Ateneo de Madrid y el Café Gijón, donde conoció a Gerardo Diego, Miguel Delibes, Buero Vallejo, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Félix Grande, José Hierro  y Luis Rosales, del que fue secretaria en el Instituto de Cultura Hispánica desde 1971 hasta su jubilación en el año 1994.

Aunque siempre se mantuvo al margen de corrientes y escuelas, Francisca Aguirre forma parte de una brillante promoción integrada, entre otros, por José Ángel Valente, Francisco Brines, Ángel González, Jaime Gil de Biedma y José Manuel Caballero Bonald, aunque su reconocimiento llegase más tarde del que recibieron los mencionados.

Un tanto a contracorriente, ella en buena medida lideró el grupo de escritoras que en los años más duros de la posguerra participó en la consolidación de una lúcida  poesía hecha de la conjunción de lo cotidiano y lo meditativo.

La memoria personal y la colectiva, la muerte, la vida, el amor, el peso de los años más sombríos de la posguerra, la mirada hacia los clásicos, desde Cervantes hasta Machado pasando por autores en apariencia lejanos a su formación como Kafka o Borges, y una pasión permanente por la música, han estructurado una forma imprescindible de concebir la poesía.

“Sólo queda la música

porque han huido todas las palabras.

Tanteas como un ciego,

buscas, inútilmente buscas

entre calderones distantes, y súbitos arpegios

algo, un acento. Pero

no escuchas más que un grave acorde,

que te arropa y te cuenta

algo muy viejo, pero muy amado”.

Con ella desaparece una de las últimas poetisas que conformaron aquella generación inicialmente ignorada por las antologías de la época y que poco a poco y por elemental justicia fueron ocupando un espacio imprescindible en el mapa poético español.

Casada desde 1963 con Félix Grande, con el que estuvo profundamente unida hasta la muerte de éste en 2014, se les veía pasear cogidos de la mano por las aceras de Madrid, de Andalucía, de Sudamérica… Seres que convergen, fluidos que se mezclan y al juntarse devienen un tercero indefinible pero con un común denominador: la creatividad en la escritura y unas inmensas, entrañables, ganas de celebrar la vida.

“Deberíamos hacer algo que no fuera morir,

pero a menudo se nos viene la muerte tan callando

que hasta pasado un tiempo no sabemos

que estamos habitando nuestro propio cadáver…

Y ahora, del otro lado del silencio

yo contemplo también esa mirada,

ese ver que no pide sino asiste,

ese futuro sin futuro

y me pongo a llorar sobre la vida

diciéndome: Penélope,

deberíamos hacer algo que no fuera morir”.