Hace unas semanas, un engolado cronista de la prensa rosa comentaba en un programa de televisión, a tenor del reciente éxito de Ana Obregón en la Feria del Libro de Madrid, su experiencia al haber tenido que firmar junto a Francisco Ibáñez en una edición anterior del evento literario, narrando cómo no le quedó otra que quedarse de brazos cruzados mientras Ibáñez firmaba un Mortadelo tras otro.
La comparación resulta odiosa e insultante. Odiosa porque, al equiparar la obra de un historietista con más de sesenta años de trayectoria con el libro oportunista de una famosa, demuestra la envidia malsana que muchos escritores tienen a la cultura popular, e insultante por constatar el poco respeto que se sigue guardando a los autores de cómic, un colectivo al que habitualmente se mira por encima del hombro.
Para desgracia del periodista, las ediciones de la Feria del Libro que contaban con la presencia de Ibáñez siempre tenían colas kilométricas de lectores y lectoras de todas las edades, capaces de esperar horas para conseguir que el maestro les dibujara un Mortadelo. ¿Qué prodigios obraba este sacerdote de las viñetas para lograr superar a youtubers y celebridades en número de rúbricas? Muy sencillo, ese hombre calvo y sonriente, capaz de encender miradas de niño en ojos adultos, nos había enseñado a leer.
Para alguien que se crio en los años ochenta escribir un artículo sobre el maestro sin implicarse emocionalmente resulta una tarea casi imposible. Los tebeos escritos y dibujados por Ibáñez son una piedra angular de nuestra formación como lectores y una parte tan importante en nuestras primeras risas como las canciones de los Payasos de la Tele o el chiste de la empanadilla de Martes y Trece, aunque por su capacidad para llegar a varias culturas y generaciones deberían ser más bien comparados con los discos de The Beatles y las películas de los Hermanos Marx. Especialmente su creación más conocida, Mortadelo y Filemón, que ha sido traducida con éxito al alemán (como Clever & Smart), al danés (Flip & Flop), al francés (Mortadel et Filemon y también Futt et Fil), al italiano (Mortadella e Filémone), al portugués (Mortadelo e Salaminho), al griego (Antipie kai Symphonie), al turco (Dörtgöz & Dazlak), al sueco (Flink och Fummel), al holandés (Paling en Ko) y al inglés (Mort & Phil).
Además de los desastrosos agentes de la T.I.A., de la cabeza de Ibáñez surgieron otras creaciones inolvidables: el botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio, los vecinos de 13, Rue del Percebe o el entrañable Rompetechos, que era el personaje con el que Ibáñez más se identificaba. Un universo tan cercano a nuestra identidad cultural como la tortilla de patata, de modo que quien se ha educado con esos tebeos se referirá a un chapuzas como «Pepe Gotera», a un cegato como «Rompetechos» y a una comunidad mal avenida como «13, Rue del Percebe», por mucho que las adaptaciones apócrifas de la televisión hayan querido apropiarse de sus ideas.
Artesano incansable
La historia del éxito de Ibáñez no es una fábula hecha de casualidad. Es el retrato de un artesano de las viñetas, incansable y con una producción inaudita. El último álbum de Mortadelo y Filemón se publicó en junio de este año. El 20 de enero de 2023 la creación más famosa de Ibáñez celebraba su 65 aniversario, una longevidad insólita para el cómic nacional. Todo comenzó en una época mucho más gris, en un país aplastado por una dictadura, donde había una empresa llamada Bruguera…
En los años cincuenta, Bruguera era la editorial de tebeos humorísticos más importante de España. Pese a publicar varias cabeceras con tiradas de cientos de miles de ejemplares, las condiciones de sus dibujantes eran deplorables: debían trabajar a un ritmo frenético a cambio de un sueldo mísero y la pérdida de los derechos de sus personajes.
Ibáñez entró a trabajar en Bruguera en 1957, aprovechando el hueco que habían dejado cinco de los mejores autores de la casa (Escobar, Peñarroya, Conti, Cifré y Giner), quienes decidieron huir de los abusos de la editorial para formar la cooperativa D.E.R. (Dibujantes Españoles Reunidos) y publicar su propia revista, Tío Vivo, inspirada en la argentina Tico Tipo y enfocada a un público adulto. Tío Vivo fue un intento fallido. No pudo competir con la voracidad de Bruguera, que para comienzos de los sesenta había engullido la cabecera y devuelto a los díscolos dibujantes al redil.
Ibáñez sufriría los abusos de la editorial años después, cuando Mortadelo y Filemón se convirtieron en un producto demasiado rentable para depender del ritmo de su creador, y se creó una cadena de montaje de dibujantes que imitaban el estilo de Ibáñez, con un palpable detrimento en la calidad de las historietas.
En 1985 Ibáñez decidió abandonar Bruguera, lo que supuso la pérdida de los derechos de todos sus personajes. Es entonces cuando crea para la revista Guai! a los parados Chica, Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo y 7, Rebolling Street, una imitación poco disimulada de 13, Rue del Percebe. Ibáñez no recuperó los derechos de Mortadelo y Filemón hasta 1987, año en que se modificó la Ley de la Propiedad Intelectual. Bruguera siguió produciendo sin consentimiento del autor tebeos de Mortadelo, realizados por el colectivo de dibujantes no acreditados conocidos como «el Bruguera Equip», hasta que, en 1988, Ibáñez recuperó la exclusividad de sus creaciones gracias a un acuerdo firmado con el Grupo ZETA (Ediciones B), que para entonces había devorado a Bruguera en la gran pecera editorial.
Mortadelo nació el 20 de enero de 1958, en el número 1.394 de la revista Pulgarcito. Ibáñez era entonces un autor en busca de su propia voz, que no dudaba en imitar a su admirado Vázquez (en quien se inspiraría para crear al moroso que habitaba en el ático de 13, Rue del Percebe). De hecho, una de las primeras creaciones de Ibáñez, La familia Trapisonda, recordaba a una de las más famosas series de Vázquez, La familia Cebolleta.
El primer Ibáñez no tenía la crítica mordaz de Escobar ni la imaginación gamberra de Vázquez, pero aquel joven que había abandonado un prometedor puesto en el Banco Español de Crédito para dedicarse a dibujar no iba a tardar en adquirir su propio estilo. Mortadelo y Filemón, agencia de información nació como una parodia nacional de Sherlock Holmes y Watson, con un Filemón ataviado con pipa, gorro de cazador y abrigo «macferlán», y un Mortadelo con paraguas y un bombín «achisterado», del que sacaba sus disfraces. En aquella primera historia, de una sola página, Mortadelo lucía cuatro: sabueso, sereno, mozo de cuerda y pingüino. Aquello prometía. Aunque Filemón era el jefe de la pareja, Mortadelo era el personaje destinado a conquistar la cabecera y, de paso, nuestros corazones. Tal vez porque era nuestra versión de Superman (con permiso de Superlópez, del gran Jan). Con sus gafas, su calvicie y su levita enlutada, parecía un personaje gris y anacrónico, un Clark Kent con aspecto de seminarista. Pero disfrazado, no solo podía volar, como Superman. Podía transformarse en lo que quisiera. Era un subversivo anarquista, capaz de desafiar las normas sociales y burlarse de todo. Filemón también era calvo. El propio Ibáñez reconoció que la calvicie de los protagonistas se debía a una razón práctica; había que dibujar a los personajes en demasiadas viñetas como para preocuparse de su cabellera.
Como el resto de los autores de Bruguera, Ibáñez trabajó bajo el yugo de la censura, que le obligaba a utilizar insultos vetustos (gaznápiro, alcornoque, merluzo…) y vetaba los temas políticos y los cuerpos femeninos. En 1969, los detectives privados pasaron a convertirse en agentes secretos. Con la creación de la T.I.A. (una parodia bastante obvia de la CIA que logró pasar la censura) llegaron nuevos personajes: el superintendente Vicente, el profesor Bacterio, Ofelia… Las historias se volvieron más complejas y se comenzaron a publicar álbumes recopilatorios. El primero, El sulfato atómico, se sigue considerando uno de los mejores. Después vendrían los cómics inspirados en mundiales de fútbol y olimpiadas, especiales de todo tipo y el salto a otros países y otros medios. En 1971 se estrenó El armario del tiempo, una antología de cortos de animación dirigida por Rafael Vara que se alejaba del espíritu del tebeo. Ocho años después, el popular grupo infantil Parchís grabó una canción sobre el dúo.
Tras el éxito llegó la codicia. Pero finalmente Ibáñez lograría lo que parecía imposible en el mercado nacional. Llegó a publicar más de 220 álbumes de los personajes. Algo que habla tanto de la capacidad del autor como de la precariedad de un mercado que obliga a sus dibujantes a estar creando continuamente nuevas obras. Como todos los grandes, Ibáñez tiene sus sombras. La más alargada es que nunca acreditó el trabajo de Juan Manuel Muñoz, quien durante más de tres décadas trabajó codo con codo con el maestro, perfilando y entintando sus bocetos. A Ibáñez también se le acusó de plagiar varias historietas del autor belga Franklin, cuyo personaje Tomás el Gafe (Gaston Lagaffe) inspiró al botones Sacarino. Nadie puede negar que Ibáñez plagiara a Franklin, pero parece ser que era una práctica alentada por Bruguera, que exigía a sus autores que imitasen a los dibujantes de moda. En cualquier caso, estos episodios puntuales no empañan la genialidad de un autor como Ibáñez, su inventiva como guionista, su agilidad gráfica, su capacidad para el gag. Pocas cosas eran más divertidas cuando eras niño que leer un Mortadelo. En 2002 a Ibáñez se le concedió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Lamentablemente, nos deja sin haber recibido el Premio Princesa de Asturias. Una muestra más del desprecio de este país al arte popular y especialmente a los tebeos.
Durante mi último viaje a Alemania me di un paseo por el aeropuerto para echar una ojeada a los cómics que había en el puesto de prensa. Junto a las versiones alemanas de Tintín, Asterix y Lucky Luke, encontré varios álbumes de Clever & Smart. Y en ese momento, se iluminó el niño que habita en mí. Y dejé de estar en ese frío aeropuerto. Acababa de volver del cole. Tenía un bocadillo en una mano y un Mortadelo en la otra. Sonreí. Estaba en casa.