Nació como Fernando Macarro. De su padre, Marcos, muerto en 1937 durante un bombardeo, y de Ana, su madre, dos veces sentenciada a la pena capital, tomó prestada la identidad con la que comenzó a firmar desde la celda «los poemas que me salvaron la vida».
Marcos Ana no era su nombre. El jueves pasado se marchó a los 96 años largos el poeta que habitaba ese seudónimo.
Quien esto escribe lo visitó hace cuatro años en su casa de Madrid con el objetivo de incluir el relato de su existencia en La experiencia de envejecer, un libro de entrevistas en el que protagonistas diversos se refieren al paso del tiempo por sus vidas.
A lo largo de tres horas aquel hombre contó, sin una sola huella de venganza, durísimos trozos de lo que la vida le había deparado. La escena de él mismo recogiendo de la acera el cadáver mutilado de su padre. Las infrahumanas condiciones de las celdas desde las que escribía «en papelillos de fumar, mojando en una especie de tinta la punta de alfileres las palabras que me permitían resistir, seguir viviendo».
También de las condenas, cuando por dos veces fue sentenciado a morir acusado de tres asesinatos de los que absolutamente nada sabía y por los que ya habían sido fusilados otros reos. O el emocionado descubrimiento de la luz, el paladar, las mujeres… «Cuando conocí el amor -tras ser liberado a los 42 años y haber permanecido en prisión desde los 19- y supe que sin libertad el hombre pierde gran parte de su sentido, su íntima razón de ser».
Él hablaba. Sonreía. Temblaba de admiración mi mano recogiendo su memoria… Desde el respeto profundo que infundía me sentí incapaz de manejar toda aquella conmoción. Descarté para el libro su entrevista.
Machadianamente digno -bueno, en el buen sentido de la palabra, bueno-, Marcos Ana. Su bonhomía fue su noble paradoja.
¡Qué cortas hoy, qué solas se me quedan las palabras!