Una mala caída ocurrida semanas atrás ha sido el desencadenante de la situación clínica que el pasado viernes se llevó por delante la vida del escritor a los 87 años de edad. Quien de niño quiso “ser piedra para no morir”, tropezó con la piedra de la mala suerte, que los demonios alquímicos convirtieron con el paso de los días en losa fría.
Madrileño de nacimiento y de corazón, berciano por familia y por infancia (los días azules de su niñez los vivió en Cacabelos, pueblo en el que tuvo botica su abuelo materno, José Garrido) y donostiarra, por amor (de allí es su mujer, Maite Espinosa, y allí nacieron sus hijos) y por toda una vida de convivencia en la ciudad. Estos tres lugares han marcado la obra literaria y la vida de quien ha ejercido la literatura desde el valor de quien considera que “la dignidad es seguir siendo uno mismo cuando ser uno mismo es lo que más puede perjudicarte” (La estrategia del outsider, 2012).
Se hizo farmacéutico por la Universidad Complutense de Madrid, pero, según confesión propia, su ciencia galénica se estimuló más en los anaqueles de la botica del abuelo, durante sus vacaciones de verano en Cacabelos, que en las invernales explicaciones científicas de la Facultad de Farmacia. Allí, entre la piedra benzoar, el polvo del alicor, el bálsamo de Fierabrás, el rocío de la otra cara de la luna, algunas yerbas provenientes de La Celestina y unos pocos elixires cordiales para pobres y ricos, adquirió una sólida formación científica y humanística, al tiempo que disfrutaba de unos buenos capuzones en el río Cúa («un río al que según avanza le llaman Cúa, Sil, Miño y Atlántico…»).
Después, se dedicó durante un tiempo a la investigación científica y a la actividad industrial, y no le faltaron ofertas para haber desarrollado una interesante carrera científica en el extranjero y tener la oportunidad de realizar otros sueños. Sin embargo, prefirió quedarse en San Sebastián, donde una tarde consiguió ver la deflagración del rayo verde desde la playa de Zurriola y pedir un deseo: dedicarse a la escritura y poder viajar a los mundos que lleva la literatura, a esos mundos a los que deseaba “volar con mis propias alas”.
En la etapa final del franquismo y durante la Transición, Guerra Garrido tuvo una actitud comprometida y participó activamente en la lucha por la democracia, defendiendo la libertad de expresión y, por encima de ella, la libertad de pensamiento; en las décadas siguientes fue un infatigable activista, que utilizó la palabra, el arma que mejor conocía, en su afán por debelar la barbarie terrorista y alcanzar una convivencia pacífica y culturalmente enriquecedora, sin la cicuta de los nacionalismos excluyentes. Aparte de ello, se implicó en la defensa de los derechos de los escritores y de la propiedad intelectual, participando en la creación de la Asociación Colegial de Escritores (ACE), de la que fue presidente entre 1984 y 1990; asimismo, fue uno de los socios fundadores de la Asociación Española de Farmacéuticos de Letras y Artes (AEFLA), de la que ha sido su presidente en los últimos años (2015-2022).
Miembro activo del Foro de Ermua, durante años sufrió ataques de los cerebrorrapados de la kale borroca y amenazas de muerte de los almasecas de ETA. La farmacia que compartía con su mujer en el barrio de Alza de San Sebastián sufrió tres atentados por parte de los parabellinos, el último de los cuales, en julio del año 2000, la dejó completamente calcinada. Sin embargo, incluso en las situaciones más dramáticas, nunca le faltó la sutil estratagema del humor: “Jamás imaginé tener una jubilación tan llamativa”, dijo al ver la farmacia en llamas y quedar reducido a cenizas el lugar desde el que había tratado de “oponerse a la tortura abyecta del dolor”, mejorar la atención farmacéutica de los donostiarras y aquel en el que, en las largas horas de guardia nocturna, pudo escribir muchas páginas de buena literatura. Cuando supo que el incendio también había reducido a cenizas el diario heredado de su abuelo, intitulado Personalia, tomó la firme decisión de resucitarlo para afrenta de los incendiarios: Cuaderno secreto (2003).
Raúl Guerra Garrido ha sido un ejemplo de resistencia y dignidad, cuyo precio consideraba haberlo pagado con la libertad impagable de poderse mirar al espejo sin ver el rostro canallesco de quien ha caído en la indignidad de la cómplice neutralidad, de mirar únicamente para otro lado cuando se quiere contemplar la belleza de un paisaje, nunca por la descripción de un relato impuesto. Ni siquiera en los tiempos más difíciles para la convivencia en Euskadi quiso renunciar a nada y mucho menos a la memoria:
“Quien teme padece ya lo que teme: tener miedo no es cobardía, solo es cobarde quien se doblega. Abomino a los sicarios y a sus cómplices instalados en las poltronas parlamentarias que cual Groucho Marx en las carreras, suelen dirigirse al pueblo preguntándole, ‘a quién vas a creer, a mí o a tus propios ojos’. Pero más me repugnan los ciudadanos de la mayoría silenciosa que no creen en sus ojos y simulan no enterarse de lo que a su alrededor sucede; en una situación límite e injusta, el neutral es el más canalla de los cómplices. En un tiempo así, ¿quién habla de victorias?, lo importante es sobrevivir. Pero no en silencio, ‘nos queda la palabra’” (Cuaderno secreto, 2003).
Muy crítico con el nacionalismo, tanto con el de “toreo de salón” en la suerte de muleta como con el del sufriente “tercio de varas”, ha escrito artículos alertando sobre la fractura social en las provincias vascongadas y acerca del derrumbe moral que supone “la sociedad del miedo” y “transigir con la componenda”. A ello ha dedicado varias de sus obras más importantes. Cacereño (1970, 1994) es acaso la última gran novela del realismo social; a lo largo de sus páginas el autor muestra una narrativa intimista para dar voz a los otros vascos, a los emigrantes que habían llegado desde otros lugares de la Península y sentían cómo el desarraigo iba secando los humores vitales, los afanes, los sueños…, y derramando el “vaso de la pasión” (el autor confiesa así la experiencia de ver el libro publicado tras algunos avatares editoriales: “era mi primer libro y, al contemplarlo me produjo el mismo éxtasis que a sir Edmund Hillary verse fotografiado en la cumbre del Everest”); Lectura insólita del capital (Premio Nadal en 1976), la primera novela en la que se habla de ETA, aunque sin citarla (narra la historia de un industrial vasco, el señor Lizárraga, que es secuestrado por un grupo abertzale de ultraizquierda y para soportar su encierro dispone tan solo de un único libro: una versión resumida de El capital de Karl Marx), y La carta (1990), una magnífica novela corta que aborda con un coraje democrático insólito el asunto del llamado impuesto revolucionario en los largos años de plomo y desteje la compleja tela de araña de las complicidades silenciosas.
Pero hay más novelas en las que Raúl Guerra nos muestra un espejo de la sociedad vasca desde una doble perspectiva: la fractura provocada por ETA y la búsqueda de nuevos horizontes. Por ejemplo: La costumbre de morir (1981), Tantos inocentes (1996), galardonada con el Premio de Novela Negra Ciudad de Gijón, y La soledad del ángel de la guarda (2007), que tienen como trasfondo la vida durante los “días de humo e incuria”.
En algunas de ellas, Guerra Garrido mezcla la novela de intriga con el testimonio histórico y el texto filosófico. No obstante, tal y como señala Fernando Aramburu, “una parte notable de su inspiración procede de la voluntad de dar forma narrativa a la denuncia social”. El autor de Patria se declara seguidor del escritor-farmacéutico y afirma que ya en los años setenta “… transitaba por un camino literario y moral por el que yo habría de adentrarme al cabo de dos décadas. Nos precedió en la ruta, a mí y a otros, y de él aprendimos”.
En La mar es mala mujer (1987), Guerra Garrido muestra las esencias duales del País Vasco: “machismo y matriarcado, fábrica y caserío, monte y mar”; es la historia de un maduro y experto capitán de pesca, con profundas raíces vascas y errante al mismo tiempo, que, tras el viaje de prueba de una nueva embarcación, regresa al puerto de Pasajes y se enfrenta a un doble conflicto que resume la crisis de su madurez, expresado al inicio de la novela, uno de los comienzos más contundentes de la narrativa española contemporánea: “Tengo 57 años y mi único problema son dos, no abandonar la mar y que no me abandone mi futura mujer”.
A las tierras de Castilla y de León ha dedicado, entre otras, El año del Wolfram (1984), finalista del Premio Planeta, inspirada en los incansables buscadores de tesoros de El Bierzo, y Castilla en canal (1999), merecedor del Premio de las Letras de Castilla y León, un delicioso relato de viajes, al tiempo que un ejercicio de memoria histórica y paisajística, que el autor hace tras recorrer a pie (“es como se saborean mejor los paisajes”) los más de doscientos kilómetros del proyecto de ingeniería civil más ambicioso de la España del siglo XVIII: la invención de un río navegable que diera salida a Castilla al mar Cantábrico para poner en valor las tierras castellanas y que sus trigos y lanas se pudieran comercializar; un camino que recorre las luces y la razón en busca del progreso y que, en Frómista, uno de los enclaves mágicos del trayecto, se cruza con el sendero de la fe del Camino de Santiago.
Desde el altozano de la memoria ya nos había dejado recuerdos de su trajinar infantil y juvenil por las tierras de El Bierzo y de la contemplación de sus paisajes en destellos de gozo únicos, instantes atrapados en la retina del alma, en Viaje a una provincia interior (1990). A lo largo de su vida, nunca perdió su querencia por la arqueología industrial.
Poco antes de recibir el Premio Nacional de las Letras (2006) regresó a Madrid y dedicó a su calle más icónica el estupendo libro La Gran Vía es New York (2004). El premio reconocía una carrera plagada de historias entre la novela negra, el realismo social, el sexo, la melancolía y la reflexión sobre las delgadas lindes que separan el éxito del fracaso… y el atrevimiento que el propio autor hace explícito en El otoño siempre hiere (2000), honda meditación acerca del tiempo, el ocaso y la muerte, y en la que encontramos una de las consejas que nunca abandonó a lo largo de su valiente caminar por la vida: “Entre dos caminos, el desconocido; entre dos caminos desconocidos, el prohibido; entre dos caminos desconocidos y prohibidos, el que temas”.
Quien sueña novela, reza el título del libro con el que obtuvo el Premio de Novela Fernando Quiñones (2010), pero él supo que escribiría novelas desde que tuvo uso de razón porque siempre fue un gran soñador, aunque “hay que tener la costumbre de apuntar los sueños para poder acordarse bien de ellos”, ya que, “a partir de cierta edad la vida es recorrer las calles de la memoria, cruzar las plazas del olvido y doblar la dudosa esquina de los sueños”. Su última novela, Demolición, es un libro diferente que plantea un giro innovador en la escritura del novelista. La vida, nos dice, es una concatenación de dilemas que deciden el destino de los siguientes o acaso “la excusa de la que se vale la demolición para existir”. Y a ella se enfrenta el escultor Jesús Espóxito desde que recibió el encargo de una obra por parte de la Watemberg Gallery para la inauguración de su sede en Madrid.
En otro orden de cosas, apuntaremos que, junto con Javier Puerto y Juan Esteva de Sagrera, sus dos amigos catedráticos de Historia de la Farmacia, Raúl Guerra trató de “novelar el medicamento” en El herbario de Gutenberg: La Farmacia y las Letras (2013), libro de recomendada lectura para quienes consideren que ciencia y arte, historia y literatura, son aspectos complementarios de una sola realidad: la del hombre, unas veces sano y otras veces enfermo, preguntándose acerca de sí mismo y de lo que le rodea. Cuarenta años antes había escrito el ensayo farmacéutico Medicamentos españoles (1972).
La amplia y variada obra literaria del escritor madrileño-berciano abarca, por tanto, distintos tipos de novela, el relato, el ensayo, la literatura de viajes y algunos textos inclasificables, aparte de sus deliciosos artículos en Pliegos de Rebotica y en las páginas de El Farmacéutico, estos últimos recopilados en Tertulias de Rebotica (2016). Entre sus páginas el lector puede encontrar diversos planteamientos temáticos y estilísticos: “los géneros literarios son una buena excusa didáctica, pero nada más”. Dentro de la fisonomía única de sus textos se pueden encontrar las huellas de sus muy leídos Pío Baroja, Ernest Hemingway, William Faulkner o Franz Kafka.
Raúl tuvo amor (el de su esposa, sus hijos, sus nietos y sus amigos) y tuvo honor (al margen de lo políticamente correcto), pero sabemos unas cuantas cosas más de él. Supo ser viejo cuando llegó a ser protagonista de esa edad en la que, lejos de ser la platónica “obra maestra de la sabiduría”, comienzan a fallar las tres potencias del alma.
No es que fuera ajeno a muchas de las cosas que ocurren ahora, pero muchas de ellas ya le resbalaban (“a la vejez, ciruelas”); en cambio, permanecía fiel a unas pocas: “Para el jubilado la amistad es un tesoro, pero hay que esforzarse en conservar viejos amigos y dar facilidades a uno nuevo; las tertulias son un buen recurso, y ya desaparecidas las de rebotica y agónicas las de café, recurrir a la imaginación: a estas alturas de la vida la charla puede ser interesante, ya nadie pondrá reparos en que hablemos libremente de religión, política y sexo (¿te acuerdas?)”, y pensaba que la capacidad de saber perder el tiempo (“qué hacer o no hacer con las horas libres, que aproximadamente son unas 24 al día”) podía aliviar, el dolor por la pérdida de la potencialidad anímica. Según Raúl, “la amistad comienza donde termina el interés y dura si hasta el silencio es ameno y no se necesita dar explicaciones, mucho menos pedirlas”.
Como el agradecimiento es la memoria del corazón (la frase es también suya), simplemente mostraré aquí mi gratitud por las facilidades que me dio para ser uno de sus nuevos amigos durante esta última década, y también por todo lo que antes me enseñó a través de sus libros.
A Raúl le parecía frívolo cualquier otro epitafio que no fuera el quevedesco “Fue” o el cinematográfico “The End”. Por eso, solo se me ocurre poner punto final a esta reseña brindando con el mágico licor de saúco, preparado «según arte» del abuelo José, para superar las melancolías del otoño y aliviar este estado gripado en el que nos ha dejado su muerte.