Silencio por Nicanor, el Parra mayor de una familia que habitó siempre la casa de la creación. Arquitectos de un lugar por el que fluye la ciencia y la literatura y la pintura y el compromiso social y la música, claro, pues llega desde el fondo del pasillo la voz inconfundible de Violeta.
Silencio en las cumbres de los Andes, en los vientos terminales, en los cielos hondísimos, en las aguas ignotas de aquellos océanos extremos. Silencio en el altiplano, en la física y los números en los que de partida basó su formación. Silencio en lo transgresor, en la inteligente provocación, en la disidencia. También silencio en la ternura.
Y en las palabras silencio. Silencio en la lírica y la antilírica que fue tejiendo a lo largo de ocho décadas. Poemas y antipoemas como llantos quedos, como gritos desgarrados y subversivos con los que quebró el discurrir habitual de lo literariamente solemne.
“La poesía fue un objeto de lujo, pero para nosotros, –repitió hasta su último aliento–, es un artículo de primera necesidad: no podemos vivir sin poesía”.
Silencio en los collages, en los artefactos visuales que levantó, en aquellos Cachivaches con los que removía los cimientos de lo establecido por quienes, estupefactos, asistían a una vuelta de tuerca desbordante de lo oficialmente catalogado como arte.
¡Silencio! Que sólo su epitafio flote sobre todos los ruidos:
De estatura mediana,
Con una voz ni delgada ni gruesa
Hijo mayor de un profesor primario
Y de una modista de trastienda;
Flaco de nacimiento
Aunque devoto de la buena mesa;
De mejillas escuálidas
Y de más bien abundantes orejas;
Con un rostro cuadrado
En que los ojos se abren apenas
Y una nariz de boxeador mulato
Baja a la boca del ídolo azteca
-Todo esto bañado
Por una luz entre irónica y pérfida-
Ni muy listo detonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!
Silencio al fin. Silencio desde él, para él. Por Nicanor… silencio.