Con el tiempo supimos que el tal Auster había nacido en Nueva Jersey en 1947, que se había formado en la Universidad de Columbia y que antes de entregarse a la literatura e instalarse definitivamente en Nueva York había trabajado como marino en la cerrada atmósfera de un petrolero. Más tarde, ya en Francia, lo hizo como traductor, en una actividad que él mismo definió como alguien “que escribe en una lengua con las palabras de otro”, como redactor “negro” dando su voz a la firma de algún impostor, e incluso como guardés de una finca en el campo. Supimos también que su existencia había quedado marcada por determinadas tragedias.   

Poco a poco fueron cayendo ante nuestra asombrada hambre de lectores La invención de la soledad, La trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna, Leviatán, Tombuctú, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn Follies, Sunset Park, Diario de invierno, 4 3 2 1, La llama inmortal de Stephen Crane… Ya nada podía alejarnos de la prosa envolvente, refinada, profundamente elegante de aquel hombre.

Paul Auster ha muerto. Tenía 77 años y un cáncer de pulmón que lo asediaba. Por cuestiones profesionales tuve el honor de entrevistarle sin prisas en tres ocasiones. Se mostró cercano desde la humildad de los realmente grandes, desvelando a un ser en el que confluían vectores diversos: el del lector abierto, inquieto e inteligente que abre perspectivas a los que vienen detrás. El del observador/pensador socialmente implicado que, por ejemplo, no se arredró a la hora de denunciar en su libro del año pasado, Un país bañado en sangre, que la catastrófica política sobre la tenencia y consumo de armas de Estados Unidos convertían a su nación en la más violenta del mundo occidental. También el cineasta autor de los guiones de los largometrajes Smoke y Blue in the face, en cuya dirección colaboró con Wayne Wang, y los de Lulu on the Brigde y La vida interior de Martin Frost, que dirigió en solitario.

Y, por supuesto, hablar de Auster es referirse a uno de los prosistas universalmente esenciales de las últimos cincuenta años. El maestro novelista que ha trasladado al ámbito de sus fábulas el misterio que encierra cualquier existencia: la suya, la nuestra, la de todos.

Perdóneseme un artículo tan personal, tan lleno de pronombres en primera persona, tan distinto a lo que habitualmente escribo, pero al hablar de Auster no podía hacerlo de otro modo. Era mi obligación. Se lo debía porque sus libros me han abierto un mundo. Ese que ahora, con su ausencia, deviene más árido y plano. Mucho más triste.