Fue en su casa de Cambrigde. Había nacido en Oxford el 8 de enero de 1942, el mismo día pero 300 años después de la muerte de Galileo. «Acaso esa casualidad determinó mi interés como explorador del Cosmos», bromeaba. Tenía 76 años y desde 1963 padecía una Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), enfermedad degenerativa que según los médicos que entonces le diagnosticaron le condenaba a no más de dos años de vida.
Venció al tiempo, vivió 54 años más, y pese a su dramática parálisis y a verse abocado a comunicarse con el mundo a través de un ordenador acoplado a un sintetizador de voz, desveló misterios sobre nuestros orígenes ancestralmente ocultos y abrió a los ojos de los seres humanos algunos de los enigmas cósmicos que habían gravitado desde siempre sobre nuestras frágiles existencias.
Hoy, cuando miramos sobrecogidos hacia la noche del universo sabemos que los agujeros negros forman parte de nuestro pasado y de lo que tiene que venir. Él nos lo dijo e intentó explicar a los que jugamos en el equipo de los neófitos dos de las teorías decisivas de la física contemporánea: la relatividad y la física cuántica.
«Mi objetivo es simple: acercarme al conocimiento del universo, por qué es, cómo es y por qué existe». Lo escribió quien suscitó no poca controversia cuando aseguró que en el pasado, «antes de que entendiéramos la ciencia, lo lógico era creer que Dios creó el Universo. Pero ahora la ciencia ofrece una explicación mucho más convincente».
Es obvio que al aire de esas palabras muchos se rasgaron las vestiduras. Como obvio es que nadie, ni aquellos que disienten de modo más enconado con algunas de sus tesis, se atreven a cuestionar que Stephen Hawking, el hombre que luchó y a su modo venció al tiempo, ocupa y ocupará en la historia el lugar de los elegidos.