Periodista de oficio y vocación, la novela lo encumbró al mezclar las técnicas de ambos géneros: noveló el periodismo o, si se prefiere, aplicó a la prensa los recursos propios de la ficción.
De ese híbrido surgió el agente de bolsa con espíritu yuppi Sherman McCoy, cuya agitada historia nos acercó Wolfe en La hoguera de las vanidades. O el crudo mundo de las universidades de élite, con sus mimados deportistas, sus genios becados, sus conflictos de raza y sus líos de dormitorio que retrató, con la lúcida acidez marca de la casa, en Soy Charlotte Simons.
O, en fin, el pornográfico trueque de valores morales por valores materiales que denunció en Todo un hombre. “Una sustitución, –lamentaba–, que acabará por arruinar la sociedad contemporánea”.
Wolfe ha tirado su sombrero. Se han llenado las primeras de los periódicos y las cabeceras de las televisiones con la imagen de su flequillo burlón, sus corbatas claras restallando sobre el azul de las camisas, sus chaquetas de dandi.
Se ha ido al tiempo que al glosarlo se repetía aquello de “padre del nuevo periodismo”. Una paternidad que él no reconocía pues, cuando se le preguntaba sobre el tema, cansinamente aludía a un malentendido: “No sé lo que supone esa nueva forma de informar. Aunque creo que la gente piensa que es dar tus opiniones, mezclarlas con la historia que estás contando. Para mí jamás fue eso. Nunca utilicé la primera persona del singular. Cómo iba a hacerlo si lo único que soy es un observador. ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista? Para escribir hace falta el mismo esfuerzo que para informar: el esfuerzo de tener la boca cerrada y escuchar exactamente cómo habla la gente y qué es lo que dice”.
Ahora, el observador ha detenido la escucha, cerrado los ojos, silenciado su lengua mordaz. Muchos le creyeron al pensarlo cuasi inmortal pero, aunque el tiempo se ha encargado de negarlo, siempre quedará, humeante, vivo, el rescoldo de la hoguera que alimentó con el explosivo combustible de su escritura.