Los días ya no amanecen en estado de guerra, pero siguen hambrientos y ensangrentados, y se precipitan por un barranco de angustia y desesperación. Hace dos años que te conmutaron la pena de muerte, pero no eres capaz de librarte de su cadena. La tisis ha ido haciendo su trabajo de penal en penal, cerrando cada esperanza a ese rayo de luz que creías tuyo. Te sientes consumir con cada golpe de tos, con cada desgarrón de tu pecho, con cada cuajarón de sangre que te sube desde las entrañas hasta la boca. Tiemblas de escalofríos y, por doler, te duele hasta el aliento. El eclipse de la última luna llena del invierno no presagiaba nada bueno. Ahora ya no queda tiempo para la redonda palidez de la segunda luna de marzo. Las horas se van gastando con la ausencia de besos, con la ausencia de todo, en este comienzo gris de la primavera. El aire se ha quedado sin vuelo, el mar sin branquias, las olas sin alas, la lumbre sin fuego. Lo único que todavía eres capaz de escuchar cuando acercas el oído al vientre de la memoria es el rumor de la leche llegando a las ubres de las cabras. Te precipitas en la sombra oscura y sangrienta de la noche. Apenas duermes. La tos aporrea la aldaba del esternón. Temprano levanta la madrugada. Te pilla con los ojos abiertos como dos grandes amapolas negras. Mirándote parece que no quieres perderte el primer rayo de sol, el primer olor a trigo, el primer canto del ruiseñor. Ya eres Miguel, aunque seas barro.
(Microrrelato contenido en el libro Ajuste de Cuentos)