Su aspecto. Español (nacido en Lima) atípico, alto y con el pelo naranja, a Fernán Gómez da gusto verlo de joven desgarbado en El Malvado Carabel y de anciano feroz en El abuelo.
Su voz. Y teniendo un físico tan particular, Fernán Gómez es sobre todo una voz. Tremenda e inconfundible, ya sea desatada (La venganza de don Mendo) o contenida (El espíritu de la colmena). Como pasa también con Pepe Isbert, doblarle debería estar en el código penal.
Su inteligencia. Quienes le gozaron en tertulias de televisión rezaban para que su turno deviniera en monólogo. No hacía faltar coincidir con él para disfrutar de sus opiniones, a veces provocadoras, otras extravagantes, casi siempre divertidas.
Su generosidad. Cuando el gran Enrique Jardiel Poncela malvivía mordido por el cáncer y agobiado por las deudas le proporcionó apoyo económico y lo hizo con la mayor discreción.
Sus viajes. Dos en concreto y por orden cronológico. El extraño viaje en los sesenta, uno de sus grandes fracasos como director y una de las mejores películas del cine español, y El viaje a ninguna parte en los ochenta, el mejor homenaje que han recibido nunca los cómicos de la legua.
El mundo sigue. Su película como director más amarga, triste y desesperanzada. Su trabajo como actor más oscuro y desagradable. Una obra irrespirable. Una absoluta genialidad.
Su silla. Con el tiempo La silla de Fernando, el retrato que le sacaron David Trueba y Luis Alegre, acabará siendo una de las películas más vistas de su filmografía. Es el camino más corto para hacerse una idea de lo que podía ser una sobremesa a su vera. Diversión y sabiduría inagotables.
Las bicicletas son para el verano. Nadie ha descrito el modo en que la vida cotidiana de los madrileños se fue haciendo cada vez más asfixiante en el verano de 1936 tras el inicio de la Guerra Civil como lo hizo Fernán Gómez en su mejor obra de teatro. Luego en el 39 no llegaría la paz sino la victoria.
Su capacidad de trabajo. Ya sería encomiable consignar la escritura de novelas, obras de teatro o cuentos, sus guiones o su labor como director. Y sin embargo, estadísticamente todo parece minucias al lado de su gigantesca trayectoria como actor: debutó en 1943 con 22 años y no paró hasta un año antes de morir. Puso todos sus registros al servicio de los directores mayores que él (Nieves Conde, Neville, Saenz de Heredia), de los de su generación (Berlanga, Bardem, Armiñán), y de la siguiente y posteriores (Saura, Erice, Gutiérrez Aragón, Cuerda, Garci, Trueba, Almodóvar).
Sus memorias. No se conoce mejor libro de recuerdos de un actor escrito en español que El tiempo amarillo, sobre todo su primera mitad. Todo lo que se diga es poco de esta maravilla de la literatura autobiográfica.